20 NOVIEMBRE 2011
Por John Gray, autor de “Falso amanecer”
Tomado de Clarín, Argentina
Los “indignados” han sido tildados de visionarios y poco prácticos. En los hechos, son las clases políticas de Occidente las que se aferran a un pensamiento utópico, mientras que los manifestantes nos están recordando la realidad de las experiencias humanas. Basado en teorías económicas que excluyeron a los seres humanos, el libre mercado mundial supuestamente se iba a autorregular . Hoy está en marcha un proceso de desintegración, en el que las estructuras establecidas tras la Guerra Fría se desmoronan.
Cualquiera que tuviese una noción de historia podía ver que este capitalismo desmesurado de los últimos 20 años estaba destinado a autodestruirse. La idea de que las distintas sociedades podían ser aglutinadas en un libre mercado de alcance mundial fue siempre una fantasía peligrosa . La apertura de las economías en el mundo expuso de un modo más directo a la gente, por primera vez en generaciones, a los vaivenes de las fuerzas del mercado. Como eso hizo caer los modelos de vida existentes y les quitó a muchísimas personas la seguridad lograda, el capitalismo global estaba destinado a desatar una poderosa reacción en su contra.
Mientras pudo construir una ilusión de prosperidad creciente , la globalización libremercadista fue políticamente invulnerable. Cuando la burbuja explotó, la condición real de la mayoría quedó al descubierto. En EE.UU. ha surgido una economía de plantación, de servidumbre por deudas para la mayoría, que coexiste con extremos de riqueza volátil para la minoría. En Europa, el sueño confuso de una moneda única ha provocado devastación social en Grecia, gran desocupación en España y otros países, y hasta un regreso al trueque: al meter a la sociedad en un torbellino de deflación por la deuda, las políticas de ajuste están llevando a una especie de desarrollo económico invertido. En varios países, afianzarse en una vida burguesa -supuestamente la base del capitalismo popular- se ha convertido en una aspiración imposible. Grandes cantidades de personas se están acercando a la pobreza y a una vida sin esperanza.
La historia nos dice lo peligroso que puede ser este proceso. Se dio por sentado que un colapso súbito como el que ocurrió en la ex Unión Soviética y más recientemente en Egipto no puede suceder en las economías de mercado avanzadas.
Es muy posible que esta suposición sea puesta a prueba descarnadamente en los próximos años. Si bien los movimientos totalitarios de masas como los de los años 30 no van a volver, los fantasmas que acechan a Europa no han desaparecido. Culpar a las minorías y a los inmigrantes es la eterna respuesta a la dislocación económica.
En EE.UU., que siga desapareciendo la clase media podría engendrar un estilo de política aún más hostil y desquiciado que el de hoy. Una figura como el padre Coughlin, el demagogo radial de la Depresión, muestra lo que puede esperarse si la economía sigue desbarrancándose. Con políticos que disparan ante la menor provocación, como Mitt Romney, y la necesidad que tiene Obama de actuar con dureza, sería insensato descartar la perspectiva de otra gran guerra.
Pese a los reclamos de algunos manifestantes, lo que hace falta no es un alejamiento completo de la globalización -aunque eso puede suceder si los países buscan refugio- sino una versión más moderada de la globalización en la que los distintos países no sean castigados por tener sistemas económicos diferentes . Un mundo más fragmentado también podría ser un mundo más estable. Un cuerpo de reglas comunes seguiría siendo necesario, pero no se intentaría forzar la convergencia en un único tipo de capitalismo. Los gobiernos podrían actuar como frenos a las fuerzas del mercado, y no - como ocurre hoy, cuando asumen la deuda de bancos irresponsables- estar en la posición de fondos de riesgo insolventes o hiperapalancados.
El problema es que no existe una institución mundial con la autoridad para delinear las reformas necesarias. La perspectiva europea no es sólo de una recesión más profunda: Alemania encara la disyuntiva de permitirle al Banco Central Europeo reflotar la eurozona con una inyección de dinero generalizada o irse de la zona junto con Austria, Holanda, Finlandia y quizás alguno de los países bálticos. En cualquiera de los dos casos, el marco europeo establecido tras la caída del comunismo y la reunificación germana experimentará un cambio visceral.
Una eurozona con dos niveles, uno con Alemania liderando una liga septentrional de estilo hanseático, y otro, con Francia al frente de los países mediterráneos, afectaría el eje franco-germano que, por más de 60 años, actuó como corazón del continente. Rescatar a la eurozona con la creación de dinero en gran escala podría evitar un desastre inminente a costa de generar inflación; pero las divergencias entre países, que son la raíz del problema, no se acabarían. Aunque se obligase a sociedades con costos laborales disímiles y tasas de crecimiento dispares, historias y sistemas políticos diferentes, a incorporarse a un único marco de referencia, la zona del euro igual sería una construcción frágil.
Las renuncias de Papandreu y Berlusconi fueron saludadas, pero sus reemplazos -tecnocracias en vez de gobiernos políticos electos- están empeñados en las mismas contraproducentes políticas de ajuste. Los líderes europeos miran a China, pero es ilusorio suponer que China va a rescatar a un continente que no tiene la capacidad de autogobernarse. El riesgo es que Europa quede a la deriva hasta que los mercados finalmente pierdan la confianza y desencadenen una ruptura desordenada de las estructuras inviables de la eurozona.
Los reclamos del movimiento de los “indignados” quizás sean desprolijos. Pero no son los manifestantes quienes amenazan a la economía mundial. El peligro proviene de negar el hecho de una crisis sistémica
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