27 MARZO 2011 TOMADO DE CUBA DEBATE
El secuestro y desaparición de sus tres hijos expulsó a mis abuelos paternos a un mundo ingrávido donde jamás volverían a hacer pie. Para sobrevivir en él, se aferraron al mecanismo menos inútil: conservar la mayor cantidad posible de objetos que habían pertenecido a Carlos (mi padre), Riqui y Marita. Esta acumulación garantizaba una presencia constante de los tres en el aire viscoso y gris que ya nunca dejarían de consumir en la vieja casa de Coronel Dorrego. Con obsesión de museólogos, archivaban o exponían sus juguetes, cuadernos escolares, sus ropas y disfraces, medallas, trofeos, diplomas, instrumentos musicales y millones de fotografías.
A los objetos que habían protegido inicialmente, pertenecientes a la infancia y juventud de sus hijos, se sumaron en junio de 1977 los que recibieron desde La Plata tras el secuestro de mis padres. Mi otro par de abuelos debió rescatar de la casa en ruinas todo lo que había sobrevivido al saqueo, hurgando como rescatistas sin esperanzas entre los escombros de un terremoto. Todo lo que resultó medianamente entero fue cargado en un camión de mudanzas y deportado a Dorrego, donde los Aiub aceptaron con agrado la posibilidad de velar por el patrimonio de Carlos y Beatriz hasta que pudiesen regresar.
Este culto a la conservación no se había iniciado tras la desaparición de sus hijos, pero fue cuando esto ocurrió que la colección material tomó el valor de la respiración para mis abuelos. No hubo otra cuerda de donde tomarse cuando comenzó el abismo. Fue, en principio, la garantía de un retorno seguro; luego, el alimento de una expectativa compañera que perdía intensidad con el paso del tiempo y, por último, la resignada prueba de que esos objetos tuvieron dueño, fueron propiedad, habían sido tomados o creados por extremidades vivas de las que ya no había señal, sólo resultados nulos de búsquedas desesperadas.
Años después, la muerte de mis abuelos nos puso a mi hermano y a mí, hacia el fin de nuestra adolescencia, ante el compromiso ineludible de decidir el destino que debíamos darle a los objetos acumulados y mantenidos por ellos durante tanto tiempo. Definitivamente, no estábamos dispuestos a cargar como caracoles los argumentos de nuestro pasado, arrastrándolos a cada lugar donde nos desplazáramos. Debíamos deshacernos de la colección y de la culpa con que esta acción cobarde comenzaba a perseguirnos. Nos vimos obligados a analizar, caracterizar, clasificar y decidir destino, no solo final sino también digno, de cada una de las pertenencias de mi viejo y sus hermanos, para sólo apropiarnos de lo indispensable, si es que a algo le cabía esa definición. Fue durante esos días de hallazgos y descartes, de encuentros y rechazos de la propia historia (y cuando parecía que ya nada nos encandecería) que dentro de una vieja caja flaqueada, junto a las ruinas de un ajedrez imantado, un banderín de River Plate y algunas revistas de historietas, se reveló ante nosotros el viejo cuaderno anillado, de paradójica marca Éxito, guardián amarillento de los treinta poemas escritos a mano por mi padre.
El cuaderno terminaba así su primer cautiverio e iniciaba el segundo, ahora en mis manos. Había mucho por conocer de mi padre antes de sumergirme en su poesía. Casi todo. Muchas preguntas y pocos a quienes hacérselas. Mucha bronca todavía ubicada en lugares equivocados. Muchos legados por recibir, aun sin saberlos legados. Intentaba en vano, por esos días, descubrir alguna puerta que me expulsara fuera de mi historia, que me permitiera ingresar en alguna más confortable, y los poemas de mi viejo no me llevaban precisamente por ese camino.
Es por eso que durante años -y mientras descubría que no existe renuncia posible a la identidad- recluí el cuaderno en una caja similar a aquella donde lo habíamos encontrado. Sabía que algún mecanismo latente en mí debía encargarse de liberar, tarde o temprano, la poesía sobreviviente. Finalmente, esa activación llegó hacia mediados de 2007 cuando, al cumplirse treinta años de la desaparición de mi padre, decidimos publicarVersos Aparecidos, el libro (y página web) que contiene los treinta poemas inéditos de Carlos Aiub.
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Carlos, el mayor de los tres hermanos Aiub, nació el 17 de diciembre de 1949 en Coronel Dorrego, un pueblo rural al sur de la provincia de Buenos Aires. Allí vivió su infancia y juventud: fue alumno destacado en la escuela primaria y secundaria, jugó al fútbol (un nueve con más ganas que habilidad), fue un ferviente católico (monaguillo y miembro de Acción Católica), escuchó los Beatles, gritó los goles de River, coleccionó estampillas, jugó al ajedrez, leyó Sandokan y soñó ser algún personaje de El Tony o D´Artagnan.
Una vez terminados sus estudios secundarios, Carlos emigró a La Plata a estudiar Geología, carrera en la que se graduó tiempo después. Durante esos años, la facultad, la pensión y la realidad descubrieron para él que la iglesia no era herramienta suficiente para alcanzar los cambios legítimos con los que comenzaba a soñar. Se acercó al Peronismo de Base e inició su militancia barrial; allí conoció a Beatriz Ronco -Bea en sus poemas- quien fue su compañera, esposa y la madre de sus dos hijos. Juntos y en compañía de Riqui, eligieron al Movimiento Revolucionario 17 de Octubre (MR-17) como nuevo espacio de lucha. Sería el nuevo y definitivo.
El golpe de estado de 1976 hirió trágicamente a la historia del pueblo argentino y lo hizo con la misma intensidad en mi familia: el 9 de Junio de 1977, detuvieron en La Plata a Beatriz Ronco y a Ricardo Aiub; al día siguiente, a Carlos, de quienes jamás se conoció su paradero; un mes después en un operativo, asesinaron a Marita, a su esposo Rafael Caielli (militantes Montoneros) y a Claudio, el hijo de ambos de solo dos meses de edad; también en julio de ese año, secuestraron en Coronel Dorrego a María, la madre de los hermanos Aiub que, tras ser brutalmente torturada, fue liberada días después.
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Carlos fue un apasionado de la literatura; aun graduado y siendo docente en el Museo de Ciencias Naturales, continuaba con su trabajo alternativo de venta ambulante de libros. Su compañero de ventas era un escritor que recorría La Plata a bordo de un viejo Citroën azul sobre el que pintaba a mano y en color blanco los aforismos de su autoría (La mano amiga, sobre el hombro alivia; recuerdo sobre un guardabarro). Juntos, deambulaban por pasillos de organismos públicos ofreciendo libros que cargaban o encargaban por catálogo. Se habían conocido años antes como vecinos de tablón en la feria de libros usados que se realizaba regularmente en la plaza San Martín platense, la pequeña Plaza de Mayo de esa ciudad, por donde pasa su historia política, donde años después marcharían las Madres, donde muchos años después marcharíamos los HIJOS.
A pesar de esta pasión de mi viejo por la lectura, no es mucho lo que quedó de su biblioteca, casi nada, solo un par de libros y algunos testimonios: A sangre fría, de Truman Capote y Otra vuelta de tuerca, de Henry James fueron recomendados como imprescindibles por él. Encontramos, tiempo después de la publicación de Versos Aparecidos, una antología de Paco Urondo que había pertenecido a mi padre, confirmando la sospecha casi obvia de que alguna vez había leído al poeta santafesino. Pero nada más, esto es todo. El resto fue destruido por el grupo de tareas al allanar la que fuera mi última casa paterna o gradualmente abandonado por mi viejo en mudanzas anteriores de las que no debían quedar rastros.
Insistir en conocer cuáles habían sido sus lecturas sólo era un intento más por descubrirlo como escritor, categoría de la que no había más pistas que el cuaderno hallado. Sólo eso y nada más. Ninguna persona cercana a él, al menos entre los vivos, conocía a este otro Carlos oculto, al poeta. Nadie, ni siquiera su amigo escritor de aforismos. Nada, ni una certidumbre, sólo el cuaderno. ¿Cuál habrá sido la real dimensión de la obra de mi viejo? ¿Sólo habrá escrito estos treinta poemas? ¿Serán estos una pequeña fracción de una obra mayor? ¿Hubiese querido hacerlos públicos? Estas son todas incógnitas de cuya respuesta nos privará por siempre la acción de la dictadura. No sólo el destino de los cuerpos nos fue y es aún negado, infinitas preguntas irresueltas como éstas, nos sobrevuelan día a día cargando de peso real, casi sólido, a sus desapariciones.
Penetrar en el cuaderno de mi viejo para transcribir su poesía con la intención posterior de difundirla resultó un viaje cifrado. Lo primero que los poemas dejan ver es su escritura exclusiva en letras mayúsculas y carentes de puntuación. La mayoría no poseen título, sólo unos pocos lo recibieron. Algo similar ocurre con las fechas, no todas fueron registradas por Carlos; contemplando aquellos que sí fueron fechados, resulta extraña la inexistencia de una línea cronológica dentro del ordenamiento espacial (el ordenamiento ha sido respetado en la publicación y sobre esa base, numerados): los poemas van y vienen en el tiempo, pasan por 1972, saltan a 1975 y regresan nuevamente a años anteriores. Junto a la incógnita de esta línea temporal rota, el cuaderno muestra una decidida utilización de la tinta (basta acariciar las hojas añejas para corroborarlo), con tachaduras y correcciones prácticamente inexistentes. ¿Cómo explicar la extraña ubicación de los poemas? ¿Cómo entender esa seguridad en la palabra? La única respuesta que ha calmado mi vocación de detective salvaje es que el cuaderno contiene un selección hecha por mi padre, un poemario construido para ser atacado en el orden por él establecido y de modo completo, como el mapa de un tesoro perdido (¿la revolución?), donde solo la resolución de cada pista permite avanzar a la siguiente. El cuaderno es una botella lanzada a un mar picado, cuyo mensaje no transporta las esperanzas de un rescate imposible, sino las coordenadas de una isla donde es posible perdurar en el tiempo y quebrar el olvido.
La poesía de Carlos Aiub es poesía herida por las esquirlas de una realidad feroz. Es poesía que sangra ante las evidencias de un mundo partido. Es poesía por momentos agonizante, donde la cercana posibilidad de la muerte no está siquiera seducida por la duda de una alternativa posterior, sino padecida como el vacío que no permitirá sintetizarse en el triunfo inexorable. Pero es también poesía armada, poesía fusil persiguiendo el vértigo y la intensidad de una transformación urgente. Es poesía íntima, reconociendo en su amor por Bea al motor necesario para el cotidiano andar dentro de la realidad viscosa. Y es, por sobre todo, poesía entrega, aquella que nos cuenta sobre sus hijos, flores y proyectos, temiendo una violenta imposibilidad de verlos crecer, pero confiando en la libertad como único posible legado.
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El lenguaje escogido por Carlos prioriza la contundencia de la palabra por sobre formas estéticas complejas: las dudas por saber si alcanza sólo con el voluntarismo el ir de aquí para allá el odio y el amor juntos en cada palabra o en cada mirada/ si alcanza con el optimismo o el querer limpiar a medio mundo(…) -poema seis-. Estas incertidumbres a las que no consigue vencer marcan los límites de un universo íntimo, desde donde Carlos nos habla y se habla a sí mismo: los versos que aún intentás a golpes/ el amor y el odio juntos/ sin saber cuál es cuál a partir de algún momento(…) -poema dos-.
Sus versos están cargados de una melancolía extrema, refugio esencial donde recobrar fuerzas para permanecer en esa cornisa cuyos riesgos reconoce cercanos y decide no abandonar: y más allá de esas dudas seguir adelante / sabiendo que esta es tu vida ya y que no podrás salirte porque no querés salirte (…)-poema seis-; la tristeza es un pedazo de cielo tras la ventana pequeña de la celda/ es morir y no ver el triunfo (…) -poema doce-.
Pero la militancia es, a pesar de todo, alegría: (…) la alegría de nosotros en ellos…/ la alegría en esta guerra/ las partes lindas de la guerra sucia en la guerra larga/ la ofrenda generosa pura/ la ofrenda escamoteada quizá para mañana mismo…/ la pequeña zona liberada de mis sueños de estratega/ el marco de la guerra cotidiana…/ así simple mezclándose lo nuestro con el barrio, con los cumpas de la diaria militancia (…) -poema uno-.
Mi padre libró una guerra prolongada con el joven católico que fue y que parece no haber derrotado completamente: todo va cambiando/ hasta aquel niño que vino si vino/ y lo de la paz que trajo/ pensás basta del opio/ basta de esa paz de los sepulcros (…) -poema dieciocho-; pensar en Dios/ y muchas veces dudar (…) -poema tres-.
Su poesía encuentra lugar para honrar a los compañeros fusilados en la masacre de Trelew: Retomo la vida de ustedes inconclusa/ retomo la poesía aquella también inconclusa/ retomo mi propio camino entonces (hace tres años Trelew 22 de agosto)/ y busco (…) -poema diecisiete-. En otro de los poemas rinde homenaje a un compañero caído apodado “El Gordo”, con quien recuerda haber compartido años de pensión y militancia estudiantil para luego tomar cada uno caminos de lucha diferentes. La publicación deVersos Aparecidos y su repercusión posterior nos permitió identificar al Gordo: se trata de Carlos Starita, militante del ERP que fuera abatido en un enfrentamiento relacionado con el secuestro del entonces director del diario El Día, de La Plata. Esta caída empuja a Carlos, una vez más, a reflexionar sobre la muerte y su cercana posibilidad: aquel Gordo es el de esta noticia que te cuento/ es el recuerdo que te trae la idea más concreta de la muerte-poema ocho-.
Las dudas que pesan en la palabra de Carlos parecen derrumbarse ante su mayor certeza, el amor por Beatriz, mi madre: a cuenta de tu permanente entrega de ternuras y sorpresas/ a cuenta de vos toda y de lo que buscamos/ es éste mi regalo más íntimo -poema diecinueve-; por lo que va a venir/ por lo que buscamos/ por todo eso Bea/ te quiero -poema veintiuno-.
Vuelvo una y otra vez sobre los poemas de mi padre en busca de nuevos rastros, convencido de que habrá más hallazgos. Sin embargo no puedo evitar detenerme, indefenso, siempre en los mismos versos donde mi padre se habla a sí mismo:
temés también tu olvido
o algo así
el qué pensarán de vos
si te recordarán
si tu nombre bautizará algo o servirá para algo
temer el final que no te deje ver el final
De todas las consecuencias que trajo la publicación de Versos Aparecidos, tal vez la siguiente haya sido la más valiosa, la única capaz de atravesar la poesía de mi viejo, de desafiarla, de cerrar aunque sea una de las incógnitas que nos dejó su palabra interrumpida. Reproduzco la respuesta de una compañera de mi viejo a los versos de arriba. Ella estaba embarazada cuando secuestraron a Daniel (nombre de guerra de mi padre) y dice estar viva gracias al silencio de mi viejo ante la tortura:
Carlos (Daniel), sí te recordamos.
Memoria eterna, pasará de generación en generación.
Sí, bautizaste, mi hijo lleva tu nombre, vos lo salvaste.
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No me pertenece ni un solo recuerdo de mi padre, carezco absolutamente de ellos. Ni uno solo. Por más que lo intente y me lo reproche, no puedo recuperar ni una sola escena; sólo tenía 64 días de vida cuando lo secuestraron. He intentado apropiarme de algún recuerdo ajeno pero el experimento no funciona. Tampoco logro conformarme con los recuerdos de sus fotos, el hecho de volver a verlas infinitas veces no me permite entrar en ellas, a pesar de los intentos, no logro penetrarlas. Mi memoria sobre él sólo tiene dos dimensiones y borde blanco, son siempre las mismas imágenes detenidas contra las que he corrido una carrera desigual hasta finalmente superarlas en edad. No logro dotar de volumen su cuerpo, ni mucho menos asignarle movimiento. Sin embargo, y a partir de la aparición de los poemas, comencé a recordar la voz mi padre. Recuerdo una voz que nunca escuché, o que sólo escuche un puñado de días. Recuerdo sonidos y palabras en extremo cercanas que no responden mis preguntas (lo he intentado) ni me marcan caminos (también lo he intentado). La voz que recuerdo sólo recita los versos que le pertenecen, y es en ellos donde debo buscar el encuentro inconcluso con mi padre. Alcanzar por fin ese diálogo postergado es hoy un triunfo mínimo pero posible.
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