Luis Britto García
1 Todos los lunes de comienzos de 1957 camino hasta la Seccional del Liceo de Aplicación a someter a la censura de una inquisición de profesores al peligroso Molécula, un mural tamaño tabloide que mi primo Rodolfo García y yo sacamos con crónicas y dibujos de humor. Si lo absuelven, lo cuelgo de su clavo junto al aula 1-A. En el piso quedan volantes de la campaña de la Reina o del Centro de Estudiantes. Elegimos Reina o Presidente de Centro pero no Presidente de la República. Parece que así será por los siglos de los siglos. Pero pasa de todo cuando nada pasa. Hablo con Noel Pantoja sobre publicar en otro mural un cuento inspirado en la demolición de los ranchos de las colinas de Caracas. Noel estuvo un año preso y me recomienda que no escriba sobre eso. Lo peor del calabozo, me cuenta, era cuando leían listas de nombres para trasladar al campo de concentración de Guasina. Yo veo a Noel exageradamente avejentado. Gilberto López trata de explicarme el Materialismo Dialéctico, pero como tartamudea no le entiendo nada. En la vitrina de un aula del segundo piso duermen varios libros de socialismo ingenuo que sólo yo leo: De cómo el hombre se hizo gigante, de M. Ilin. En el teatrino del Pedagógico, Domingo Miliani monta con estudiantes La condena de Lucullus, de Bertold Brecht, una alusiva pieza sobre la muerte de un emperador. Militani ha estado o estará exiliado. También se ha montado el Hamlet, de Aquiles Nazoa, y el propio Aquiles nos leyó algunos de sus poemas. Ese señor es comunista, me advierte gravemente el tío José. Aquiles termina exiliado. Para la época está también preso Aníbal Nazoa, quien después me contará acerca de otro prisionero a quien llamaban Peluchenko porque su ambición era reproducir los experimentos de Lysenko con frijoles sembrados en latas de sardinas. Los miércoles al mediodía soy el operador que pone los discos clásicos en el Centro Musical Antonio Lauro. Lauro está o ha estado preso de la dictadura, no se sabe, no se puede saber. En el liceo se forma una algarabía de protesta y al minuto estamos cercados por la policía. Dejan salir por una sola puerta lateral, de dos en dos. Me toca con la niña más bella del liceo. Ella se muere de miedo y yo de amor.
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Los graduandos de la mención Ciencias eligen padrino al científico Humberto Fernández Morán, los de Humanidades designamos a Rómulo Gallegos, el Presidente derrocado por la dictadura que sólo estará presente en espíritu. En el acto Fernandez Morán me entrega un exceso de diplomas, y con cada uno repite: “No deje de visitar el Instituto Venezolano de Investigaciones Neurológicas y Cerebrales”. Al fin las autoridades del Liceo consiguen un autobús para visitar Pipe. Fernández Morán es discípulo del neurocirujano escandinavo Olivecrona, y la dictadura le ha erigido una ciudadela montañesa llena de salas vacías y cajas sin abrir. En un microscopio electrónico identifico un cultivo de mielina. Fernández Morán me invita a quedarme directamente a estudiar en el IVNIC. Me pregunta qué quiero ser, y cuando le respondo que escritor, le da un ataque de ira. “El problema de este país es que faltan científicos y sobran poetas”, me dice. Quizá cree en una élite de intelectos puros que salvará al país usando como instrumento a los militares. Yo no sé en lo que creo. El peso de la dictadura es tal, que en mi familia de simpatizantes adecos jamás he escuchado una palabra de política.
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Pago la primera cuota de la matrícula que cobraban en la UCV haciendo trabajos de diagramado. El dictador gordo y aburrido que lee estadísticas en televisión quiere reelegirse con un plebiscito. El 21 de noviembre Gustavo Lovera, quien será luego padre de Emilio, me devuelve los cuadernos que dejé en un pupitre: “Hoy no va a haber clases”. Vaya que no. Un agitador grita y los estudiantes recorremos la Ciudad Universitaria dando mueras a la dictadura. En la plaza Venezuela los policías disuelven la manifestación con gas que quema los pulmones y a planazos se llevan decenas de presos. Escapo de milagro corriendo hacia la policía y desviándome por una lateral. Menudean manifestaciones estudiantiles. En un autobús una viejita beata me dice que debemos protestar porque han exiliado al socialcristiano Rafael Caldera. En el liceo Aplicación el director Miguel Ángel Pérez –hermano del exiliado Carlos Andrés- va de aula en aula amenazando con poner el instituto en manos del Ministerio de Relaciones Interiores si siguen las protestas. La policía abalea en un pie a Nelson Figallo. La dictadura nombra ministro de Educación a Fernández Morán. Esperamos el esclarecido discurso de la Ciencia. Fernández Morán lee, en pantalla: “Estamos en la época de los descubrimientos científicos y los viajes a la luna, y los estudiantes no pueden perder tiempo en manifestaciones…” El discurso de la Ciencia es el mismo de la policía. Los estudiantes seguimos perdiendo el tiempo. La dictadura sustituye a Fernández Morán con el general Néstor Prato. Los estudiantes manifiestamos con un burro que luce el letrero: “Soy el ministro de Educación”. Para alejarme de líos, la familia me manda a los campos petroleros de Monagas. Allí, un melancólico Primero de Enero escucho por radio el fracaso de una rebelión militar. Me pierdo el espectáculo de los aviones Camberra picando sobre Caracas para fallar por cuadras las bombas sin espoleta que arrojan sobre el edificio de la Seguridad Nacional.
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El mediodía del 20 de enero de 1958 alguien toca una solitaria bocina de automóvil. Minutos después todos los carros multiplican un clamor como el de las trompetas que derribaron los muros de Jericó. Las multitudes salen a la calle. Empieza un tableteo de fusilería. En la esquina de Tablitas, cerca de la casa, los manifestantes atraviesan vehículos. Viene una camioneta con soldados, de un edificio le llueve un coctel Molotov, saltan soldados que apagan el fuego, la camioneta huye en retroceso. Ese día y el que sigue manifestamos por los alrededores. Por las esquinas cruzan carros que nos disparan, arrancando trozos de mampostería. Hacia la tarde del 22 menguan la fusilería y la movilización. Quizá habrá dictadura por los siglos de los siglos. No sabemos que en un apartamento de Rockefeller en Central Park los dirigentes de lo que luego será el bipartidismo han hecho un acuerdo para repartirse el poder por el resto del siglo. Los motores de un avión rasgan la medianoche. “¡Levántense, muchachos, que van a bombardear!”, nos dice el tío José. Ponemos la radio. Se pone en marcha la Historia.
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