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viernes, febrero 14, 2025

Duerme mal, el espíritu despierto

 

El sueño es culpa, mientras falta algo por hacer. Es una deserción.

Por: José Sant Roz | Jueves, 13/02/2025

Era Bolívar tan leal y caballeroso - refiere Daniel Florencio O`Leary - que no permitía que en su presencia se hablase mal de otros (ésta es una prueba de la soledad de Bolívar). La amistad para él era palabra sagrada. Confiado como nadie, si descubría engaño o falsía, no perdonaba al que de su confianza hubiese abusado.

América Latina, en su historia, en su literatura y poesía, tiene escasos ejemplos de grandes amistades viriles.

Por ejemplo, nuestra gente se acerca un poco recelosa a la poesía de Walt Whitman, la que tanto admiraba José Martí. Algunos escritores españoles lo hacen con media sonrisa desdeñosa; la mayoría desdeña o ve con recelo ciertas amistades gloriosas como la de Bolívar y Simón Rodríguez, Humboldt y Bonpland, Rimbaud y Verlaine, Aquiles y Patroclo, Alejandro y Chito, Castor y Pollux... ¿No comprenden que el conocimiento crea una atracción natural? El conocimiento y el amor a la verdad generan fuerzas y sentimientos profundos donde se avivan las condiciones más heroicas y viriles. Si alguien de genio presenta ante nosotros el abismo de la grandeza y de la creación, desde ese día seremos diferentes, poseídos por la poesía; nada será suficiente para el deseo de reafirmar la vida. Esto le ocurrió a José Martí, dialogando frente al mar, con Bolívar.



Así, las posibilidades del saber son infinitas y mientras más sabemos y nos empapamos de los secretos de la existencia, más sufrimos por aquello que desconocemos. Habría que decir que el hombre posee esa tristeza de no poder abarcarlo todo en una vida. Y el saber, que alguien más complejo nos contenga en entendimiento, en dones de ponderación y justicia, despierta entonces en nosotros una atracción que tiene las tonalidades del amor, de la hermandad de espíritu. La verdadera amistad es una prueba moral y un ejercicio espiritual muy difícil, quizá la más compleja y sublime de las creaciones humanas. Tanto así que podría decirse que las amistades entre los grandes hombres han hecho la historia de los pueblos. La cadena Sócrates-Platón-Aristóteles no es más que un corolario de esta afirmación. Nos atrae en la mujer el placer físico y el descanso, la belleza y la paz y también los milagros de lo irracional e instintivo de la naturaleza humana. Las mujeres nos muestran otro camino hacia la creación, tal vez el más contradictorio de todos. Porque ellas nos contienen, desde el nacimiento hasta la muerte.

En cambio, el Maestro nos descubre las fibras íntimas del poder; la fuerza para valernos por nosotros mismos; amarnos en lo extemporal e inefable del existir. Es un amor con resultados formidables en nuestra evolución espiritual; un amor que nos promete un fin trascendental, la integración del intelecto, la vigorización del yo en trance de lucha permanente con la nada. Es la otra cara de la disipación desesperada y sublime a que nos lleva la mujer. El Maestro nos da una capacidad -casi de resignación- para tolerar el silencio vigilante de la auto-destrucción. La mujer nos impele hacia lo heroico, pero con una marca profunda de desesperación. Ella nos conduce al caos primitivo que es otro medio de mirarnos desnudos en la más absoluta soledad; el Maestro nos hace firmes y capaces de vivir con una certeza más veraz de uno mismo. A menos que concibamos esa mujer sublime que amamos como se lee en los libros de caballería y como le sucedía a Don Quijote, puede que tal vez entonces el amor por la mujer produzca los mismos efectos heroicos que nos inspira el Maestro. Sin embargo, estas dos formas aparentemente contradictorias del amor, si las conducimos con valor se complementan. Hablando José Martí de Pepe Batres dice que éste desdeñó el amor como amorío y lo profesó como religión.

En realidad, Martí se refería a sí mismo.

Esa era su manera de amar. Es que amar como lo hacía Martí es de santos. Es dar, entregar su alma, sufrir. De Montecristi al Cabo Haitiano lo sostiene su amor a María y Carmen Montilla: cargado de una trágica nobleza que es imposible leerlo en esos días de 1895, sin conmovernos profundamente, con lacerantes lágrimas el corazón.

Ya para entonces, Martí no era de este mundo. ¡Qué piedad! ¡Qué desprendimiento! ¡Cómo un hombre es capaz de destrozarse tan íntimamente en su entrega, en su querer dar!

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