El 25 de mayo de 2003, seamos honestos, poco y nada se sabía de Néstor Kirchner. Ese hombre, abogado, peronista, gobernador de Santa Cruz y opositor al gobierno de Menem y, por supuesto, al de De la Rúa, en algunas horas más iba a ser proclamado Presidente de la República. Había llegado hasta ahí por descarte, porque el meditabundo Reutemann había rechazado la oferta de Duhalde y porque el voluntarioso De la Sota no cumplía con el pinet. El 27 de abril se celebraron las elecciones generales. Néstor Kirchner obtuvo el 22 por ciento de los votos. El porcentaje logrado por Carlos Menem tampoco fue alentador: 24,3.
Los guarismos no sorprendieron, deambulábamos en el desencanto, fruto del deplorable gobierno de De la Rúa, herencia del no menos deplorable gobierno de Menem. Aún replicaban en nuestros oídos el sonido de las cacerolas; todavía recordábamos aquel "que se vayan todos" que circulaba de boca en boca, y en nuestros bolsillos persistía la estafa del corralito bancario, pergeñada por el fatídico ministro Cavallo. La única alegría, mínima alegría, era que Menem decidiera retirarse a cuarteles de invierno. Sin embargo, había que tener presente que Kirchner era un candidato aportado por Duhalde y esa circunstancia ya significaba un inmenso peligro. Nos consolaba la certeza de que, por más esfuerzo que hiciera, a Kirchner le iba a resultar difícil superar los desastres de Menem y De la Rúa, y con ese consuelo asistimos al traspaso de mando.
Ahí se produjo la primera de las muchísimas sorpresas que nos iba a deparar Néstor Kirchner: llegó al Congreso calzando mocasines y con un traje cruzado algo arrugado y el saco abierto. Incluso se rió y jugó con el bastón de mando presidencial que el circunspecto Duhalde le acababa de entregar. Ese gesto, agresivamente joven, molestó a más de una señora acartonada y a más de un señor momificado. Ese gesto sería el que lo iba a caracterizar en los años sucesivos. Aquella tarde de aquel 25 de mayo, íntimamente comenzamos a descubrir que estábamos ante un político distinto.
Diez meses después, el 25 de marzo de 2004, ya en su condición de presidente, asistió a un acto en el Colegio Militar. Luego de un discurso ejemplar, le ordenó al teniente general Bendini que descolgara el cuadro de Rafael Videla que aún se exhibía en ese recinto. No nos habíamos equivocado en aquella primera intuición: estábamos ante un hombre que nuevamente le daba dignidad a la política. Esto significaría, con el correr de los meses, la anulación de las Leyes de Punto Final y de Obediencia Debida, la derogación de los indultos decretados por Menem, la impulsión para que fueran considerados delitos de lesa humanidad todos los crímenes cometidos por los otrora indultados y el juicio y castigo a los culpables. Las señoras acartonadas y los señores momificados empezaron a maliciar que eso era bastante más grave que bromear con el bastón de mando presidencial. Los jóvenes, en tanto, comenzaban a volcarse hacia ese hombre que había decidido no ser un patriota de cera, de los que suele brindar Billiken, para convertirse, en cambio, en el mágico Eternauta que tanto queremos.
Tuvo mucho de heroico, casi de ficción por lo insólito, lo que iba a suceder en noviembre de 2005, en Mar del Plata. Aquella vez el presidente Néstor Kirchner, junto con el presidente de Venezuela Hugo Chávez y con el futuro presidente de Bolivia Evo Morales, le hizo un formidable corte de manga a George Bush, por entonces presidente de los Estados Unidos de América: derribó las propuestas maquiavélicas del Alca para, en su lugar, levantar definitivamente el proyecto Alba, la quimera de la unión de países latinoamericanos comenzaba a ser posible. No es casual que la consigna por aquellos días fuese “No a Bush. Otra América es posible”, tampoco es casual que a seis años de aquella consigna esa América posible comience a ser real.
Era un hombre acostumbrado a darnos sorpresas. Nos sorprendió a todos el mismo día del censo nacional, cuando se le ocurrió morirse. Me anunciaron su muerte y confieso que sentí exactamente lo mismo que sentí cuando supe de la muerte del Che Guevara: un dolor inmenso y unas ganas profundas de llorar. Y lloré y así llegué a Plaza de Mayo. Ahí las cosas cambiaron: vi a una multitud de jóvenes que lo aclamaban sin descanso y comprendí que es cierto que hay seres humanos que no se mueren nunca. Esa tarde también yo, que no soy joven ni soy peronista, me sentí como uno más de ellos y con ellos repetí sus consignas, las mismas que hace unos días se oyeron durante el discurso de Cristina Fernández de Kirchner, en el acto de cierre de campaña: “Néstor no se murió, / Néstor no se murió. / Néstor vive en el pueblo, / la puta madre que lo parió”.
Vicente Battista AVN
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