LatinPress. 3 - 9/01/2015. Venezuela.
Alberto de Luca Bartolomeo.
Fin de año es una fiesta de niños, y, como niños, la gente detiene la vida para soñar, para esperar, para descubrir, y, como niños, estalla en el disfrute y también en la desilusión de aquello que los hados de fin de año no trajeron.
Es posible que las estaciones hayan sido sabiamente diseñadas para espantar el aburrimiento de una escena geológica envuelta en la serenidad y el silencio que le dejaron los glaciares.
La escena humana y social de que disfrutamos en la actualidad no está precisamente envuelta en aquéllas, ya prehistóricas, condiciones, y, sin embargo, pareciera como si, en el fondo de todo el ajetreo y la vorágine, latiera paradójicamente el deseo de novedad e ilusión que infla de éxito a la moda. Acaso sea el centenario aburrimiento, ya no de los limpios aires serenos, sino de los asfixiantes humos de días todos iguales.
De allí la infantil y a veces hasta bobalicona actitud con la cual una humanidad que se despedaza día a día acoge el fin de año. Al principio nos parece no sólo paradójico sino casi sorprendente. La tradición no es de ninguna manera explicación suficiente; debe haber algo más.
El fin de año es más que una costumbre; pareciera llenar una necesidad. El fin de año es la institucionalización de la ilusión. Es el autoengaño necesario de que algo concluye y de que algo nuevo ha de comenzar; cuando en el fondo nada ha concluido realmente y nada en verdad comienza. Pero, Diciembre es el domingo del año, para que se hagan las cosas que se hacen en diciembre; posiblemente porque, si no existiera, la sensación de milenario aburrimiento sería fatal. Y en todas culturas y en todas las latitudes hay fin de año.
Lo importante no es tanto lo que se hace sino lo que se siente. Fin de año, como dicen las abuelas, está en el aire, y el más indiferente sucumbe de alguna manera al hechizo de la ilusión. Hechizo de las cosas nuevas, hechizo del viaje nuevo, hechizo de la palabra nueva, hechizo de la intimidad renovada. Hechizos que el fin de año alimenta, aguantando el aliento, para explotar luego en sonrisa o acaso en lágrima. Es incierto que fin de año sea una fiesta para los niños.
Fin de año es una fiesta de niños, y, como niños, la gente detiene la vida para soñar, para esperar, para descubrir, y, como niños, estalla en el disfrute y también en la desilusión de aquello que los hados de fin de año no trajeron. Pueril la noción misma de lo “traído”, cuando acaso, cada vez más, se vive entre lo burdamente “producido”. Regalo que se amasa día a día con los hechos y rara vez viene envuelto en sedas y cintas. Pero fin de año tiene dos caras; amén de la ilusión y la espera, hay algo muy especial y es la sensación de balance.
El tiempo de campanas tiene otro sentido; alguna vez en el domingo del año se suma y se resta para quedar suspendido en esa tremenda línea de Total. “La naturaleza es sabia”, reza la máxima. ¿Cuál es la función de los “nuevos propósitos” sino paliar la incomodidad que dejan los balances? Tiempo de campanas, como la venida de una buena estación, es no sólo inevitable sino indispensable. Necesario para correr y agitarse en otras cosas, necesario para buscar el reencuentro, necesario para expresar más intensamente lo que se siente o lo que no se siente; necesario para hacer cuentas.
Y, en fin, necesario para que algunos agradezcan y otros se aturdan o se recojan y se encojan. Necesario, en fin, para comprobar, con la seguridad que dan los análisis y no los hados, la enorme distancia de los improbables. Es tiempo de ilusión, es tiempo de esperanza, es tiempo de balance, es tiempo de recibir lo que se merece: lo justo y necesario. “Porque gloria, honra y paz a todo el que hace lo bueno. Y nosotros, que somos del día, seamos sobrios, habiéndonos vestido con la coraza de fe y de amor, y con la esperanza de salvación como yelmo”.
Así, la convicción de que mañana es un nuevo día, de que el sol volverá a brillar, de que pase lo que pase no es el fin del mundo, de que por abatido que uno se sienta, siempre hay bases para un nuevo desarrollo y un recomienzo, es una gran fuente de inspiración, y por cierto un eficaz antídoto contra la autocompasión.
PGD. 04145541014
delucabartolomeo@gmail.com
Colaboración especial para LatinPress®.
Fin de año es una fiesta de niños, y, como niños, la gente detiene la vida para soñar, para esperar, para descubrir, y, como niños, estalla en el disfrute y también en la desilusión de aquello que los hados de fin de año no trajeron.
Es posible que las estaciones hayan sido sabiamente diseñadas para espantar el aburrimiento de una escena geológica envuelta en la serenidad y el silencio que le dejaron los glaciares.
La escena humana y social de que disfrutamos en la actualidad no está precisamente envuelta en aquéllas, ya prehistóricas, condiciones, y, sin embargo, pareciera como si, en el fondo de todo el ajetreo y la vorágine, latiera paradójicamente el deseo de novedad e ilusión que infla de éxito a la moda. Acaso sea el centenario aburrimiento, ya no de los limpios aires serenos, sino de los asfixiantes humos de días todos iguales.
De allí la infantil y a veces hasta bobalicona actitud con la cual una humanidad que se despedaza día a día acoge el fin de año. Al principio nos parece no sólo paradójico sino casi sorprendente. La tradición no es de ninguna manera explicación suficiente; debe haber algo más.
El fin de año es más que una costumbre; pareciera llenar una necesidad. El fin de año es la institucionalización de la ilusión. Es el autoengaño necesario de que algo concluye y de que algo nuevo ha de comenzar; cuando en el fondo nada ha concluido realmente y nada en verdad comienza. Pero, Diciembre es el domingo del año, para que se hagan las cosas que se hacen en diciembre; posiblemente porque, si no existiera, la sensación de milenario aburrimiento sería fatal. Y en todas culturas y en todas las latitudes hay fin de año.
Lo importante no es tanto lo que se hace sino lo que se siente. Fin de año, como dicen las abuelas, está en el aire, y el más indiferente sucumbe de alguna manera al hechizo de la ilusión. Hechizo de las cosas nuevas, hechizo del viaje nuevo, hechizo de la palabra nueva, hechizo de la intimidad renovada. Hechizos que el fin de año alimenta, aguantando el aliento, para explotar luego en sonrisa o acaso en lágrima. Es incierto que fin de año sea una fiesta para los niños.
Fin de año es una fiesta de niños, y, como niños, la gente detiene la vida para soñar, para esperar, para descubrir, y, como niños, estalla en el disfrute y también en la desilusión de aquello que los hados de fin de año no trajeron. Pueril la noción misma de lo “traído”, cuando acaso, cada vez más, se vive entre lo burdamente “producido”. Regalo que se amasa día a día con los hechos y rara vez viene envuelto en sedas y cintas. Pero fin de año tiene dos caras; amén de la ilusión y la espera, hay algo muy especial y es la sensación de balance.
El tiempo de campanas tiene otro sentido; alguna vez en el domingo del año se suma y se resta para quedar suspendido en esa tremenda línea de Total. “La naturaleza es sabia”, reza la máxima. ¿Cuál es la función de los “nuevos propósitos” sino paliar la incomodidad que dejan los balances? Tiempo de campanas, como la venida de una buena estación, es no sólo inevitable sino indispensable. Necesario para correr y agitarse en otras cosas, necesario para buscar el reencuentro, necesario para expresar más intensamente lo que se siente o lo que no se siente; necesario para hacer cuentas.
Y, en fin, necesario para que algunos agradezcan y otros se aturdan o se recojan y se encojan. Necesario, en fin, para comprobar, con la seguridad que dan los análisis y no los hados, la enorme distancia de los improbables. Es tiempo de ilusión, es tiempo de esperanza, es tiempo de balance, es tiempo de recibir lo que se merece: lo justo y necesario. “Porque gloria, honra y paz a todo el que hace lo bueno. Y nosotros, que somos del día, seamos sobrios, habiéndonos vestido con la coraza de fe y de amor, y con la esperanza de salvación como yelmo”.
Así, la convicción de que mañana es un nuevo día, de que el sol volverá a brillar, de que pase lo que pase no es el fin del mundo, de que por abatido que uno se sienta, siempre hay bases para un nuevo desarrollo y un recomienzo, es una gran fuente de inspiración, y por cierto un eficaz antídoto contra la autocompasión.
PGD. 04145541014
delucabartolomeo@gmail.com
Colaboración especial para LatinPress®.
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