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domingo, mayo 04, 2014

LOS TRES CADÁVERES TATUADOS



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¿Cómo manejan los investigadores del Imperio el enrevesado expediente de Vladimir Acosta? ¿Cómo concilian el prontuario de subversivo militante con los de estudiante de medicina, filósofo, comunicador alternativo, dibujante y teórico estrella de la revolución? ¿Entienden la conexión necesaria entre libros que tratan sobre los bestiarios fantásticos, los evangelios apócrifos, la picaresca medieval, las brujas renacentistas, la economía de la Gran Colombia, la actualidad política y la novela detectivesca, como Los tres cadáveres tatuados? ¿Significa o no significa algo que obras sobre temas aparentemente tan diversos y cadáveres de procedencias tan distintas tengan el mismo tatuaje, idéntico sello, la misma impronta, que planteen siempre la necesaria indagación?
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¿Por qué subsiste el policial a pesar de la repetición de fórmulas, del desgaste de los personajes, del escaso interés sobre quién mató? Perdura como avatar del problema insoluble de la búsqueda de la verdad. El policíaco supone una fe en la legibilidad del mundo. El detective es un semiólogo. Como el intelectual, es un productor de sentido. Como éste, a veces falsifica o violenta sus pruebas.
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Cada teoría del conocimiento trae consigo su policíaco. El romanticismo identifica al criminal a través de sus reacciones emocionales. Ninguna evidencia concreta tiene el comisario contra Raskolnikov, pero la intuición lo mantiene en su asedio hasta que cae la aparente fortaleza del nihilismo. Auguste Dupin no esculca la casa donde presumiblemente se esconde la carta robada; el conocimiento de la mente del brillante ladrón le permite saber que ha disimulado el documento donde nadie lo buscará: a la vista de todo el mundo. El positivismo trae consigo los métodos objetivos de inducción: Sherlock Holmes acumula indicios fácticos, cenizas, barro en los zapatos, callos en las manos, para arribar a la generalización. Con el empiriocriticismo se impone una visión del mundo en la cual nunca podremos ir más allá de las apariencias. El católico Gilbert Keith Chesterton cultiva este enfoque a través de la mirada de su insignificante padre Brown. Cada crimen es disimulado con una fachada de evidencias objetivas que sólo el discurso de la Fe derriba. Pocos autores se apartan de estos senderos trillados. Entre ellos, una inusual Agatha Christie que en Parker Pine investiga propone un detective que atrapa criminales mediante la aburrida estadística; la memorable Patricia Highsmith, cuyos homicidas delinquen fundamentalmente por debilidad de carácter; el Stanislas Lem que en La investigación plantea un enigma imposible de resolver, o el Alfred Bester que en El hombre demolido comete un homicidio ocultándolo de una policía de telépatas.
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Sí: el policial vivirá tanto como la creencia en un orden, que para casi toda la historia del género es el de la propiedad privada. El asesinato le importa porque supone un reacomodo de la herencia. Ningún policíaco investiga la muerte de fatiga en las maquilas, la defunción de los vagabundos por inanición, los accidentes laborales. En la novela europea o europeizante el orden es restablecido por el aficionado de genio, diletante de buena posición que remedia la ineptitud crónica de la burocracia investigativa. En la novela negra estadounidense, el orden es subsanado por el detective privado, movido por su ética propia entre una sociedad y una policía parejamente corruptas. El mundo de la novela negra es tan descompuesto como el del capitalismo donde ocurre: cada quien persigue su propio interés y, como decía Balzac, en el origen de toda gran fortuna hay un crimen. Me atrevo a postular otro policial, el latinoamericano, la novela de la violencia política, en la cual contra los órdenes putrefactos apenas queda la desfalleciente mística revolucionaria. Supongamos, Doña Eustolia blandió el cuchillo cebollero, de Paco Ignacio Taibo II, Dos crímenes, de Jorge Ibarguengoitia, o Los minutos negros, de Martín Solares.
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A tal país, tal policíaco. En Venezuela no tenemos fe en la acumulación que nos convierte en víctimas, ni en el disimulo, que justifica la minuciosa investigación. Cometemos crímenes ingenuos, que sólo la ineptitud o la complicidad de las autoridades consagran como impunes. Nuestros relatos policiales cursan las vías de la sincera brutalidad que ejerce el repulsivo Gumersindo Peña de Marcos Tarre Briceño, o el tono paródico de Eduardo Liendo en Los platos del Diablo y de Otrova Gomás en El caso de la Araña de Cinco Patas.
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En forma certera, el policíaco expresa la transgresión fundamental de cada época. Los clásicos europeos narran la rebatiña por la riqueza acumulada. La novela negra gringa, el gangsterismo que suplanta toda autoridad ¿Sobre qué podría versar un verdadero policial venezolano, sino sobre el nuevo poder emergente, la alianza entre delincuencia organizada, narcotráfico, lumpen y derecha política? Escuchemos en Los tres cadáveres tatuados de Vladimir Acosta la disertación de un Pran: “Comisario, los narcos ayudan a muchas familias a construir casas decentes, ya sea en forma directa o porque miembros de ellas reciben dinero por colaborar con el narco, o porque son distribuidores de droga, malandros o sicarios (…). Esto debe saberlo usted, junto con ganarse el apoyo de los pobres de los barrios, el narcotráfico también penetra a diario a las clases medias, y sobre todo a los más ricos, a empresarios, comerciantes, hacendados y banqueros.(…) Y sobre todo penetra al poder. Gasta enormes sumas de dinero en penetrarlo en sus diversos niveles. Entrega dólares y regalos costosos a los policías, y los compra por las buenas o por las malas, lo mismo que a los funcionarios claves de los ministerios y sobre todo a abogados y a jueces .(…) El narco también compra a políticos como congresistas y dirigentes de partidos llegando hasta ministros”.
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Aquí lo tenemos. La pesadilla sobre la cual durante casi una década advertimos Miguel Ángel Pérez Pirela y quien suscribe: la emergencia de un Para-Estado invisible, elegido por nadie, por encima y por fuera de la Constitución, con poderes ilimitados, absolutos y perpetuos para imponer sentencias secretas de muerte y aplicarlas sin apelación. Durante el año pasado escribía Vladimir estas cosas a título de ficciones; en los últimos dos meses nos despertamos sabiéndolas realidades. Al Para-Estado se suma una Para-Sociedad del lumpen, el mercenariato y el sicariato que simula protestas sociales y pretende ser actor político fundamental. Ya no son tres los cadáveres, son cuarenta, podrían ser muchos más, demasiados, si no desciframos los tatuajes que marcan a toda una sociedad y los borramos antes de que nos borren a todos.

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