jueves, enero 03, 2013
Si Chávez no hubiera nacido en Barinas
VICTOR HUGO MAJANO
Yo me crié en Barinas y por eso sé que si Hugo Chávez no hubiera nacido y crecido a la orilla del río Santo Domingo la historia nuestra (la del país, la suya y la mía) sería bien distinta.
Solamente en una sociedad donde las diferencias sociales te golpean cada día es posible tomar conciencia de quién eres y de cuál es el “tiempo histórico” que te tocó vivir.
En Barinas los ricos vivían (y aún lo hacen) en la zona más alta y fresca, mientras los pobres debían conformarse con los terrenos más bajos y más cerca de canales y del río. Esos que se inundaban cada vez que llovía más de 5 o 6 horas. Esos con casas cuyas entradas inevitablemente tenían un pequeño muro de 20 o 30 centímetros como vano intento de contener las aguas.
Los ricos (los otros, ¿o los otros éramos nosotros?) tenían sus colegios; las niñas en el Nuestra Señora del Pilar (patrona de Barinas) y los niños en el Arzobispo Méndez (obispo de Caracas y firmante del Acta de Independencia en representación, sin duda, de hacendados llaneros).
Nosotros, que vivíamos en urbanismos de casas del llamado Banco Obrero (pero que insistían en llamar urbanizaciones con toda su connotación clasista) teníamos pequeñas y precarias escuelas de barrio.
La primera donde me tocó estudiar quedaba a más de un kilómetro de distancia y había que cruzar por el cauce de un canal de agua a través de una pasarela improvisada y sin barandas.
El fin del sexto grado era visto como una encrucijada: o te ibas a trabajar ayudando a tu padre (bien fuera en actividades agrarias o como obrero de servicios) o te incorporabas a la educación secundaria. A mí me tocó un plantel de ciclo básico, el Rafael Medina Jiménez, en el cual se podía llegar hasta el tercer año.
Si lograbas avanzar hasta el llamado ciclo diversificado (o sea, 4° y 5° año) teníamos los liceos O’Leary (donde estudió Hugo Chávez), si optabas por ser bachiller en Ciencias, o el Raimundo Andueza Palacio, si te ibas por Humanidades. También estaba la escuela técnica y ahí se acababan las opciones.
Ir a un liceo y volverse bachiller era una meta de ensueño, casi inalcanzable. Implicaba viajar hasta el centro de la ciudad o ir al otro extremo, pagar un pasaje que sumado era costoso, y tener alguna disciplina para atender los requerimientos académicos y metodológicos.
En mi cuadra, con unas 20 casas, yo era el único que estaba usando la camisa beige del diversificado. Los demás vecinos de mi edad eran ayudantes de albañil, aprendices de mecánico y obreros del campo. Unos pocos, más aventureros, llegaron a viajar a las minas al sur del estado Bolívar para buscar oro.
Eran muchos los que se quedaban en el camino o no lograban avanzar del bachillerato. Eso le pasó a Terrero, excelente futbolista y estudiante regular, quien logró aprobar el exigente examen de ingreso a la antigua Efofac, la de oficiales de la Guardia Nacional. Su condición de deportista le permitió superar la prueba física y la encerrona vacacional le dio el impulso para cubrir los requerimientos de la evaluación conceptual. Sin embargo, tenía pendiente matemática de 5° año y no la pudo pasar.
O peor aún es el caso de Flores, quien deliraba por la física, la astronomía y el “big bang”. Vivía en un barrio a orillas del río conocido como El Infiernito y conseguía, no sé cómo, revistas y libros de ciencia y tecnología. Era un autodidacta pero no logró ingresar a ninguna universidad y terminó involucrado en un robo donde hubo un homicidio: acabó en “la Penal”, ese depósito de gente que desde hace 40 o más años guarda escenas de horror al final de la calle Cedeño.
Así son las historias que vivió sin duda Hugo Chávez y que sólo se pueden comprender desde los anchos pasillos del liceo O’Leary o en algún banco de la plaza que la burguesía barinesa, en su afán pitiyanquista, dedicó a Franklin D. Roosevelt, con busto y todo.
Esta plaza sirvió por muchos años como informal terminal de pasajeros (los pobres viajábamos en “por puesto”) y pequeño mercado de alimentos al mayor, por lo que su nombre era una bofetada perenne para los excluidos que debíamos usarla.
La de Chávez es una comunidad también popular, con casas en veredas, pero con una población con oficios menos manuales: empleados públicos, pequeños comerciantes y maestros como sus padres. Eso brindaba alguna ventaja con respecto a la prosecución escolar, que constituía (como lo diseñaron los adecos) la única oportunidad de ascenso social.
Ante una realidad como esa sólo había dos opciones: integrarse y ponerse al servicio de la burguesía local y sus expresiones políticas o simplemente huir, irse lejos. Que en realidad era también ponerse al servicio de otro sector de la burguesía, la comercial importadora o la industrial.
Ciudades como Barquisimeto, Valencia o Caracas, eran más coincidentes con una opción pequeñoburguesa y de capas medias. Pero en todo caso era desarraigarse y asumir la exclusión como un destierro. Muchos escogimos este camino. Y Hugo Chávez también lo pudo haber hecho al iniciar su carrera como oficial de la Fuerza Armada.
Pero, en lugar de eso, entendió que había otra vía y asumió su compromiso y su deber conforme con su origen de clase.
Así decidió apropiarse y conocer, asumir (que es como echarse en los hombros un saco de cemento) su realidad concreta o, como diría el intelectual húngaro Istvan Meszaros, su propio “tiempo histórico”
Los aportes de Simón Rodríguez, Bolívar y Zamora (esa “conciencia histórica” que atraviesa Venezuela en el eje norte-llanero) le permitieron entender que las historias del llano, contadas por los más viejos y escuchadas en las bodegas de camino, eran más que anécdotas.
Por el contrario, eran la vida misma, con todas sus miserias, pero simultáneamente eran la clave para modificarla.
Eso pasaba por demostrarse a sí mismo y demostrarle al pueblo que ese “tiempo histórico” no era inevitable: que era posible desafiar la dominación. Que no era ineludible ponerse al servicio de los poderosos y conformarse con un cargo en el aparato del Estado burgués y recibir agradecido las migajas que siempre están dispuestos a entregar los integrantes de la burguesía agraria.
Que ese “eterno presente” era el modo de dominarnos y someternos y de usarnos para dominar a los demás. Pero que era posible romperlo, destrozarlo y tomar control de nuestra historia personal y colectiva para construir otro modo de producir y reproducir la vida.
Y así lo hizo el 4 de febrero de 1992, al embarcarse en una rebelión militarmente inviable, pero que abrió un camino que ya nadie podrá cerrar.
O cuando se lanzó a competir electoralmente con los partidos tradicionales y las fuerzas emergentes con que la burguesía intentaba retener el poder político, y que culminó con su triunfo en diciembre de 1998.
O como enfrentó armado sólo con la moral y la palabra, en abril de 2002, un golpe de Estado de la derecha fascista. O en diciembre de ese mismo año al desafiar, sin ninguna duda, el terrorismo de la “meritocracia” petrolera. Y así ha continuado y continuará haciéndolo.
Así lo hace cuando habla de El Carrao de Palmarito y de El Cubiro, poetas del llano que debían vender cerveza en el patio de sus casas y cantar en botiquines para sobrevivir. Y que hoy, muertos físicamente ambos, renacieron y viven en el recuerdo y la voz de todo el país.
Porque cuando se toma conciencia y control de la vida ocurre un fenómeno no convencional: se supera el propio “tiempo histórico” y esa es la clave de la trascendencia y de la inmortalidad.
Por eso Chávez es hoy millones, es Patria y es Pueblo.
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