Fue ese, “Lo Cortez no quita lo Cabral” un concierto único, lleno de aplausos, llantos y sonrisas para quienes compartimos el privilegio en el Teresa Carreño.
Quien escribe salió de aquél concierto rumbo al teclado a escribir la crónica. Recuerdo perfectamente que compartí con miles la sensación de haber ido a un concierto a encontrarme un poco con el pasado estudiantil lleno de consignas y pintas libertarias, y canciones de protesta y mayo francés y todo eso, y habia salido, como miles, convencida de que había ido a un preámbulo del futuro, a un prólogo de la dicha de sabernos vivos.
Percy Llanos, su representante, se ocupó entonces de hacerme conocer que tanto a Alberto Cortez como a Facundo Cabral les había gustado mucho ese escrito y solicitaban permiso para emplearlo en algún otro lugar del mundo. Además me invitaban a la última jornada de concierto. Alberto para saludarme. Facundo para conocerme. El permiso de publicación por supuesto que fue concedido de por vida, pero no acudí a la cita, por causas materiales. Facundo, entonces, me dejó uno de sus libros, autografiado.
A Alberto Cortéz le conocía bastante. Habiamos compartido en mi programa radial de medianoche en Caracas, y habiamos pasado juntos un huracán en Cuba. Incluso me tocó estar en aquél concierto interrumpido por la noticia de la muerte de su padre. Conversaciones y recuerdos hay.
A los pocos años regresó Facundo. Estaba solo y cargaba otra responsabilidad encima como agente de Paz en el mundo. Por supuesto que acudimos a saludarle. En ese momento estaba quien escribe al frente de unos micros musicales en Televen. Nos acercamos con las cámaras para darle la mano, ésta vez sí, al querido cantor argentino. Percy le recordó: “Fue ella quien escribió aquella nota que te gustó tanto”. Una sonrisa amplia y un abrazo hubo antes de las palabras hacia esta escribidora.
Conversamos en función de sus presentaciones y de sus expectativas con la paz del mundo. Fue entonces cuando abrí mi bolso y saquén un pin, un prendedor artesanal de los que hace Sahú Castrillón para venderlos en las adyacencias del Museo de Bellas Artes de Caracas. Era un pin con la figura de Charles Spencer Chaplin, genio de la dignidad en el mundo.
“Tome” le dije; “es para usted”. Y le entregué el pequeño presente.
Facundo Cabral tomó la imagen de Chaplin en sus manos y sonrió. “Ay, Carlitos, Carlitos…” y entonces me obsequió una vivencia.
“Estaba yo en Buenos Aires cuando anunciaron la presentación de Marcel Marceau. No lo podía creer que fuera a conocer a alguien que era mi ídolo. Y efectivamente lo fui a ver. Y lo ví y salí corriendo a buscar todos mis poemas y todos mis escritos y regresé igualmente corriendo y me aposté por la entrada por donde suponía debía salir Marceau del teatro luego de su presentación. Así fue. Cuando lo tuve a una buena distacia corrí y deposité a su pies todos mis papeles, mis letras, mis intentos, y le dije: ” Luego de verle a usted, señor Marceau comprendo que no soy nada”. Acto seguido Facundo Cabral me dijo que prendió fuego a los papeles donde esta volcada toda una etapa de su vida creativa.
Y contó Cabral que Marceau iba con su mirada del fuego al rostro de Facundo, y del rostro de Facundo al fuego, hasta que le dijo: “Hace bien: yo hago exactamente lo mismo cada vez que veo una película de Chaplin”.
Fue todo un honor que Cabral nos contara esa anécdota con tanto cariño y hasta nostalgia. Luego de ello guardó con cuidado el pequeño pin de Chaplin que le había regalado. Me sentí feliz por mí, por Sahú el artesano, por Marceau (ya desaparecido, lamentablemente) y por Chaplin y su vigencia.
Luego, por esas cosas de la vida, me tocó llevarlo de la mano hasta donde estaba Pablo Milanés, quien recien terminaba de presentarse en el Teresa Carreño. Cabral fue a darle aliento en la enfermedad a Pablo, y Pablo se sintió feliz por ese encuentro.
A los pocos días cuando ya Cabral se había marchado luego de sus presentaciones, acudí a ver a Dalila Colombo, para conversar de Tangos y de músicos. Llegamos a su casa y en una de esas, con café en mano, Facundo Cabral se hizo tema de conversación. Entonces Dalila, muy feliz, fue a su cuarto y regresó con un pequeño pin de Chaplin. Asombrada, por aquello de las coincidencias, pregunté por ese pequeño prendedor. “Me lo regaló Facundo Cabral”.
Me quedé pensando en que exactamente Cabral compartía todo y no se quedaba con nada. Era un poema viviente a la consistencia de sus convicciones, y en el arca de sus vivencias no había nada material y sí un universo de reflexiones.
En 2009 que Facundo Cabral volvería a Venezuela, para hacernos tropezar de nuevo con una de las mejores opciones del mundo: la de la alegría. Siempre dijo querer a nuestra patria porque, como pasó con muchos cantores durante las décadas de los sesenta y setenta, era donde se había multiplicado internacionalmente su propuesta de paz.
Decía Cabral: “Cada mañana es una buena noticia”. Menos hoy cuando la sangre de Facundo se ha derramado en Guatemala, tal vez para conjurar a los demonios y hacer Facundo Fecundo al hermano país que sufre hoy como todos en el continente ante este desgarramiento de la sensibilidad libertaria a manos de la perversidad.
Nunca imaginamos que podría morir por obra de las balas a las que tanto combatió y mucho menos que pudiera morir a las puertas de una estación de bomberos.
“Bombero, bombero, yo quiero ser bombero…”
Paz eterna a quien tanto cantó por ella.
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