El 1 de julio de 2002, aviones estadounidenses bombardeaban una boda afgana en la pequeña aldea de Deh Rawud. Situada al norte de Kandahar, la aldea parecía protegida por el cúmulo de montañas que la circundan. Durante unas cuantas horas, sus gentes pensaron estar seguras frente a una guerra que jamás habían propiciado. Celebraban el gozoso acontecimiento y, según sus costumbres ancestrales, disparaban intermitentemente al aire.
Sin embargo, el alegre festejo se convirtió pronto en una orgía de sangre que impregnará la memoria colectiva de Deh Rawud durante generaciones. Y se nos dijo que había ocurrido que la fuerza aérea estadounidense utilizó un bombardeo B-52 y un avión de combate AC-130 en una batalla contra imaginados terroristas.
Según las autoridades afganas, hubo cuarenta muertos y cien heridos (The Guardian, 2 de julio de 2002). Por supuesto, el ejército estadounidense no tuvo a bien disculparse.
El bombardeo de Deh Rawud representó un microcosmos de la guerra y la ocupación igualmente letal que la secundó.
Aunque al-Qaida no era un enemigo imaginario, la invasión y destrucción de Afganistán fue una respuesta moralmente repugnante y contradictoria en sí misma frente al terrorismo.
La guerra sigue siendo repulsiva, más aún si cabe, diez años después de que EEUU empezara su ataque contra el país más pobre del planeta. Este último crimen contra la humanidad perpetrado en Afganistán es continuación de una tendencia que lleva ya abarcando varias décadas.
Lamentablemente, Afganistán aparecía como un peón en medio de un gran juego entre poderosos contrincantes compitiendo por el control estratégico y la facilidad de acceso a los recursos naturales. A lo largo de toda su historia, Afganistán ha tenido que soportar las mayores atrocidades a causa de su situación geográfica.
El pueblo de Afganistán tampoco debería esperar disculpas por la guerra. “EEUU invadió Afganistán para aplastar una base de operaciones de al-Qaida, cuyo líder, Osama bin Laden, supervisó los ataques terroristas del 11-S; también para asegurar que el país no se convirtiera en un puerto seguro en el que terroristas musulmanes conspiraran contra Occidente”, escribieron Carmen Gentile y Jim Michaels en USA Today el 6 de octubre. Tal justificación ha permeado, como si de un mantra se tratara, todos los medios dominantes.
Malalai Joya, ex parlamentaria afgana y activista por los derechos humanos, se atrevió a desafiar esas discutibles razones. En un mensaje de video, grabado en el décimo aniversario de la guerra y ocupación de Afganistán, dijo: “Hace diez años que EEUU y la OTAN invadieron mi país bajo las falsas banderas de los derechos de la mujer, los derechos humanos y la democracia. Sin embargo, una década después, Afganistán sigue siendo el país más incivil, más corrupto y más destrozado por la guerra del mundo. Las consecuencias de la denominada guerra contra el terror han sido únicamente mayor baño de sangre, mayores crímenes, mayor barbarie, mayores violaciones de los derechos de la mujer y de los derechos humanos, centuplicando las miserias y sufrimientos de nuestro pueblo” (Monthly Review, 7 octubre 2011).
Los comandantes del ejército y los think tank están tratando desesperadamente de encontrar razones para la celebración. Ni siquiera llegan a aceptar la responsabilidad moral por los crímenes cometidos bajo su mando en Afganistán.
El general de la marina John Allen, por ejemplo, sigue aún pensando “que se han producido avances, sobre todo en el sur”, como consecuencia de los esfuerzos de la contrainsurgencia, que fue, supuestamente, un éxito en Iraq.
“Las insurgencias resultan eficaces cuando tienen acceso a la población”, dijo. “Cuando le son ajenas, entonces las insurgencias pasan por momentos muy duros”.
Una extraña valoración, considerando el hecho de que los talibanes no son entes alienígenas que vienen del espacio exterior y, lo que es peor, que parecen seguir aún controlando eficazmente el país.
Cuando el grupo de investigación con sede en París, el Consejo Internacional para el Desarrollo y la Seguridad (ICOS, por sus siglas en inglés) afirmó que los talibanes controlaban el 72% de Afganistán, los comandantes de la OTAN rechazaron tal afirmación diciendo que no era cierto (Bloomberg, 8 de diciembre de 2008).
“Los talibanes están dictando ahora las condiciones en Afganistán, tanto a nivel político como militar”, dijo el director de política del ICOS Paul Burton. “Y hay un peligro real de que los talibanes dominen todo Afganistán”.
Al mismo tiempo, están los que afirman que eso sucedía así en el pasado y que por eso el presidente Obama (en 2009) aprobó un incremento de más de 30.000 soldados, con el objetivo de hacer retroceder a los talibanes. Tal medida debería haber permitido que comenzaran los esfuerzos para la construcción de un estado, preparando de esa forma a Afganistán para la retirada de las tropas extranjeras en diciembre de 2014.
Esas proclamas están apoyadas por el último informe bianual del Departamento de Defensa al Congreso sobre Afganistán. El incremento ha producido un “progreso tangible en la seguridad”, mantenía el informe, y los “esfuerzos de la coalición le han arrancado a los insurgentes los puertos seguros más importantes, desbaratado sus redes de liderazgo y eliminado muchos de los depósitos de armas y suministros tácticos que dejaron atrás al final de la anterior temporada de combates”.
Pero la realidad sobre el terreno nos cuenta una historia muy diferente. Los talibanes controlan la inmensa mayoría de las provincias del país (Al Jazeera, 7 de octubre de 2011). Su casi total control del este y del sur y la constante invasión de nuevas zonas se ven cimentadas por las noticias regulares de sus muy coordinadas operaciones contra autoridades afganas y tropas extranjeras incluso en el corazón mismo de Kabul.
La conducta de los talibanes no sugiere precisamente que sea un movimiento militar en retirada sino más bien un gobierno a la sombra en espera. De hecho, “gobernadores fantasma” es el término que se utiliza para referirse a los oficiales talibanes que administran gran parte del país.
“Los acontecimientos recientes sugieren plenamente que EEUU y sus aliados de la OTAN están perdiendo la guerra con los talibanes en Afganistán. Los altos oficiales colaboracionistas desaparecen como por ensalmo a la vista de un turbante talibán”, escribió el profesor estadounidense James Petras (Global Research, 11 de octubre).
En cuanto a la afirmación de que los afganos están ahora mejor como consecuencia de la invasión militar estadounidense, las cifras nos dicen algo muy diferente. Por desgracia, en los primeros cinco años de la guerra se hicieron muy pocos recuentos de víctimas afganas.
Según modestas estimaciones de las Naciones Unidas, desde 2006 se ha asesinado a 11.221 civiles, 1.462 de ellos en los primeros seis meses de este año (LA Times, 7 de octubre de 2011).
El periódico alemán Der Spiegel publicó en marzo tres fotografías de soldados estadounidenses –conocidos como el Equipo de la Muerte- posando ante civiles afganos mutilados en Kandahar a lo largo del año pasado. Lo menos que podría decirse es que eran un espanto y que no daban precisamente la impresión de ningún progreso tangible.
“Es precisamente durante la administración de Obama cuando la cifra de muertes de civiles ha aumentado en un 24%”, dijo Malalai Joya. “Y el resultado del incremento de tropas de la administración Obama es más masacres, más crímenes, mayor violencia, mayor destrucción, mayor dolor y tragedia.”
Y, sin embargo, no hay, no va a haber disculpas. Es casi como si los hijos y las hijas de Afganistán fueran meros números, prescindibles y superfluos.
Después de diez años de guerra en Afganistán, seguimos solidariamente al lado de las víctimas de la guerra, junto a Malalai Joya y a su cada vez más orgulloso y digno pueblo.
Palestine Chronicle. Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández
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