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lunes, enero 30, 2012

Humberto Arenal y el trineo de Orson Welles

30 ENERO 2012 (Tomado del blog Revistaislanegra)

humberto-arenal1Por: Alexis Díaz Pimienta
Curiosidades de la vida y la literatura. Cruces y yuxtaposiciones. Un personaje de ficción, Paquita Diligencia, la co-protagonista de una de mis próximas novelas, me ha enviado un correo electrónico con un link a un artículo de mi ex vecina Paquita Armas Fonseca, ex vecina a su vez de mi ex vecino Humberto Arenal, el escritor con más estilo de escritor que he conocido nunca, un dramaturgo anglosajón nacido en Cuba, un habanero que cuando joven vivió en Nueva York y en sus últimos años andaba por La Habana como lo que parecía: un forastero ilustre, un visitante distinguido. Ilustre y distinguido: pese a las quejas de algunos filólogos, el castellano a veces es exacto. Humberto Arenal era un amigo ilustre y distinguido, un vecino, un dramaturgo, un narrador ilustre y distinguido. En el correo de mi personaje de ficción, Paquita Diligencia, todavía no aparece el trineo de Orson Welles del que hablo en el título; todavía no aparece ni siquiera Orson Welles, pero se ve venir. Viene conversando con un Humberto Arenal joven, delgado, tan elegante que en todo Hollywood lo creen un personaje de Orson. Pero no lo es. Y Orson lo sabe. Es sólo un joven escritor cubano buscándose la vida en la megápolis del cine, charlando animadamente con un genio del cine que todavía ignora que su interlocutor será, muchos años después, mi vecino más ilustre y distinguido, un octogenario Premio Nacional de Literatura en Cuba, un sabio tranquilo de sonrisa pícara y a la vez caballeresca, socarrona y a la vez zalamera, todo un gentleman cubano que habla sobre literatura y cine y teatro y béisbol, durante horas, una tarde cualquiera, sin pose ni pedantería, acomodado en el sofá de su modesto apartamento en el “Beverly Hills” del Cerro, en el “Fama y Aplausos” de La Habana, conmigo y con mi ex vecina Paquita Armas Fonseca, conmigo y con mi personaje de ficción Paquita Diligencia, la remitente del correo electrónico donde me entero de que el joven aquel, de apellido Arenal, ha muerto. Orson Welles pone entonces cara de personaje de Humberto Arenal y se pregunta: “¿Ha muerto?” Y lo recuerda tan delgado y jovial, tan elegante con su corbata y su camisa blanca, queriendo saber todo sobre Nuevo York, sobre Hollywood, sobre el mundo del cine. Orson Welles es un genio, y su interlocutor lo sabe, quiere aprender, pregunta, toma “notas mentales”. Es entonces cuando Orson Welles le dice al joven Arenal que un buen guión de cine, una buena película, no puede dejar nunca cabos sueltos. Y el joven Arenal sigue tomando “apuntes”. Y yo, en la sala de su casa, lo escucho y tomo también “notas mentales”, mientras el octogenario Arenal hace la anécdota. “En un buen guión de cine, dice Orson, si un personaje en la primera escena saca un trineo”, y la sonrisa del anciano Arenal al pronunciar “trineo” es cinematográfica, “ese trineo tiene que aparecer después, aunque sea de fondo”, y nuestro ilustre y distinguido vecino del cuarto piso de Infanta y Manglar, asiente. Y mi Paquita Diligencia de ficción, asiente. Y la Paquita Armas Fonseca autora del artículo donde descubro que el joven Arenal “ha muerto”, asiente. Y yo, el destinatario del correo y del link, el doliente y dolido ex vecino, ex interlocutor, ex aprendiz de todo ese universo arenalino, miro en las gafas del anciano la sombra de los rascacielos New York, el sombrero ladeado del Ciudadana Kane, el ruido de un trineo fotograma a fotograma.
El Ciudadano Kane
El Ciudadano Kane
Y es entonces cuando descubro que soy afortunado, muy afortunado, que pocos habitantes de La Habana podrán contar después, ahora, que conocieron a Orson Welles a través de un trineo conducido por Humberto Arenal (¿el dramaturgo?, sí, el dramaturgo); por Humberto Arenal (¿el novelista?, sí, el novelista); por Humberto Arenal (¿el ensayista, el profesor, el guionista, el vecino elegante, ilustre y distinguido?, sí, ese mismo). Sí, señores, yo conocí a Orson Welles, pero (pasión aparte) no me impresionó tanto como su joven interlocutor en New York, un joven habanero que siempre sonreía y que, casi sesenta años después, hablaba de la Gran Manzana como si nunca se hubiera ido, y paseaba por Quinta Avenida o por Tercera sin saber exactamente en cuál ciudad estaba, si llevaría luego a Beatriz al Malecón o a Broadway.
Sentado en su sofá, el joven Arenal sonríe, el anciano Arenal habla pausado, mezcla en su charla el trineo de Orson Welles con las tertulias que daba Carpentier en su casa habanera, con los apuntes de su próximo libro de cuentos, con su tan reiterada y dilatada candidatura la Premio Nacional de Literatura (al fin, por fin, logrado en 2007), con su próstata enferma y la pócima mágica de su mitificado Dr. Paez, lo mezcla todo, lo junta todo, lo equilibra, como buen narrador, como buen dramaturgo; luego dobla en Quinta Avenida y desemboca en la casa de Gutiérrez Alea con un trineo que atraviesa Historias de la Revolución; dobla en Tercera Avenida y sube al escenario con El caballero Charles; y no sé cómo lo hace, pero con su tono calmado, casi susurrante, logra imponerse en la conversación hasta tal punto que Paquita Armas y yo (parlanchines confesos) permanecemos en silencio, mirándolo, escuchándolo, tomando cada uno sus “notas mentales”, ella para el artículo que Paquita Diligencia me hizo llegar ayer; yo, sin saberlo, para esta nota que no sé lo que es, pero sí lo que pretende ser: un sentido homenaje a uno de esos amigos sabios que la vida me regaló, no sé por qué, no sé si merecidos. Es mucho merecer, tal vez. La amistad de Humberto Arenal, las horas largas de charlas en su casa, las complicidades literarias, hasta un manuscrito de una de mis novelas corregida por él (ultrasonido hecho con un trineo sobre el vientre de un libro), todo, ahora, me parece un regalo del destino, un regalo tremendo. Fuimos vecinos, amigos, compañeros de tertulia informal (ron mediante y café recién hecho), fuimos no, somos. Humberto y Orson Welles y Paquita Armas Fonseca, y Paquita Diligencia y yo, somos amigos. Amigos que comparten un trineo que hoy chirría (diría que “de dolor”, si no fuera metáfora cursi) mientras baja por la calle Infanta y atraviesa las anchas avenidas de La Habana y New York, huérfano, sin conductor, como un buque fantasma.
Ahora leo y releo el artículo de Paquita Armas Fonseca, y reconozco a Humberto y reconozco a Beatriz, y a Jacqueline, los reconozco a todos, y recuerdo aquel poema que le dediqué en el ya lejano año 2000, publicado en mi libro Yo también pude ser Jacques Daguerre. He aquí otro bucle del destino, otro curioso cruce, yuxtaposiciones (¿superposiciones?) de la vida y la literatura: ese poema estaba dedicado a ambos, Paquita y Humberto, ese poema hablaba de despedidas, ese poema era, en definitiva, una pieza del trineo de Orson Welles que yo, entonces, no logré percibir, ni él tampoco.
Comparto entonces, otra vez, el poema, aunque hoy quien se despide es él, Humberto, quien permuta para siempre es mi ex vecino ilustre y distinguido.
PRÓXIMA PERMUTA
para mis vecinos y amigos
Paquita Armas y Humberto Arenal
Llegando y despidiéndonos,
llegando y despidiéndonos,
llegando y despidiéndonos
desde que nacemos
estamos llegando y despidiéndonos…
Pero sólo a veces duele la mano que no tocará,
ya nunca más, la misma puerta,
y el paso que ya no marcará el regreso
y los ojos que no verán, ya nunca más,
cambiar las luces del semáforo. Es curioso,
nunca pensé que iba a estar triste por un simple semáforo.
En realidad, uno no sabe a qué pedazo de paisaje
asociará la luz y a cuál la sombra.
De madrugada, durante mucho tiempo,
me entretuve mirándolo. Los carros no pasaban
y sus luces cambiaban sólo para mí,
o se insinuaban con inteligencia.
Llegando y despidiéndonos,
llegando y despidiéndonos,
llegando y despidiéndonos…
Desde la ventana del noveno piso,
bajo una luna tímida (que siempre estaba,
no sé por qué, a la izquierda)
el semáforo y yo nos mirábamos mucho,
con descaro de jóvenes: yo en calzoncillos
y él fumando quién sabe si hollín, niebla,
nubes, o el sueño de los otros.
Y algunos versos que no hallé me dijo.
Y algunas veces le avisé de peatones ebrios.
Llegando y despidiéndonos
llegando y despidiéndonos
llegando y despidiéndonos…
Nuestra hora favorita era las cuatro.
Solos, él se mecía con el viento
y yo intentaba traducir su baile.
Si pasaba algún carro (o esa guagua nocturna
que siempre va cargada de fantasmas)
ambos disimulábamos contemplando a la luna.
Entonces, yo volvía a leer en alta voz
y él con su código de luces negaba o aplaudía,
me hacía suprimir un adjetivo, o añadir una coma.
A pocos metros de nosotros mi mujer y mis hijos
ignoraban el diálogo. A pocos muebles de nosotros,
el silencio y la luz se hacían cómplices.
Llegando y despidiéndonos
llegando y despidiéndonos
llegando y despidiéndonos…
Y ahora confieso que extrañaré el paisaje
y el humo tóxico de las cercanas fábricas
y a una vecina que me prestaba arroz
y a otra vecina que me pedía libros
y a un vecino que fue amigo de Orson Welles cuando joven
y a otro vecino de rones y domingos beisboleros,
pero, sobre todo, extrañaré este pedazo
de la madrugada y la voz del semáforo
con su timbre esdrújulo.
Llegando y despidiéndonos
llegando y despidiéndonos
llegando y despidiéndonos
desde que nacemos
estamos llegando y despidiéndonos.

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