por Nazareth Balbás
Caracas, 03 Feb. AVN.- Contrariado y en televisión nacional, el presidente Carlos Andrés Pérez expresaba su “vergüenza” por los desvelos de su entonces homólogo George Bush, quien esa madrugada no durmió tratando de comunicarse con Caracas, embajador Michael Skol de por medio, para expresar el respaldo de la Casa Blanca a su gobierno mientras en las calles se sentía la estela de una rebelión militar. Ese 4 de febrero de 1992, el portón de Miraflores se abrió al paso de tanquetas.
Pérez hablaba desde la televisora privada Venevisión, a la que había llegado luego de fugarse del palacio presidencial, de donde salió escondido en un Maverik que puso a su disposición el jefe de la Casa Militar, Carratú Molina. La angustia en el discurso del mandatario, como escribiría días más tarde el dramaturgo José Ignacio Cabrujas, no estaba enfocada precisamente en las razones que empujaron las asonada militar sino en el “qué dirán del mundo, oprimido por la sensación de ridículo internacional que en ese momento puede cernirse sobre su imagen”.
Sin embargo, las raíces del movimiento liderado por el teniente coronel Hugo Chávez Frías, se sustentaban en un descontento general que había hecho sus primeras igniciones el 27 de febrero de 1989. El combustible para una explosión mayor siguió acumulándose con el paquete de medidas neoliberales, aplicadas por Pérez y dictadas por el Fondo Monetario Internacional (FMI), que incluían la devaluación del bolívar, liberación de tasas y precios, eliminación de subsidios, aumentos de servicios públicos e incremento del precio de la gasolina.
En la víspera de la rebelión, monseñor Mario Moronta profetizaba lo evidente: “creo que estamos caminando sobre un polvorín”. A inicios de 1992, producto de los recortes y la “disciplina fiscal” made in FMI, la pobreza tocaba a 67,2% de la población, de la cual 34,1% estaba en situación de miseria absoluta. Paradójicamente, el crecimiento económico había sido de 9,2% al cierre de 1991, aunque la inflación rondaba el 33%.
Un gobierno sin pueblo
Un cable del Departamento de Estado enviado a Bush el día siguiente del 4F explicaba al mandatario estadounidense que la rebelión no había sido, como trató de explicar Pérez, “un capricho” de militares de rango medio: “El crecimiento económico reciente de Venezuela ha sido difícil de permear, minando seriamente la confianza en el sistema democrático”.
Por esa razón no hubo pueblo en las calles ni abiertas manifestaciones de apoyo al huésped de La Casona. En cambio, las palabras de Chávez, quien asumió la responsabilidad del movimiento y explicó que había surgido producto “del deterioro de la situación económica y el aumento de la corrupción”, fueron respaldadas abierta o implícitamente por los políticos de la época.
Uno de ellos fue Rafael Caldera. Horas después de los acontecimientos, el senador vitalicio habló en el Congreso para reafirmar que la ausencia de respaldo popular a Pérez no era fortuito: “Es difícil pedirle al pueblo que se inmole por la libertad y la democracia cuando piensa que la libertad y la democracia no son capaces de darle de comer y de impedir el alza exorbitante de los costos de la subsistencia; cuando no ha sido capaz de poner un coto definitivo al morbo de la corrupción”.
“El golpe es censurable y condenable, pero sería ingenuo pensar que se trata solamente de una aventura de unos cuantos ambiciosos que por su cuenta se lanzaron precipitadamente y sin darse cuenta de aquello en que se estaban metiendo. Hay un entorno, un mar de fondo, hay una situación grave en el país”, dijo Caldera como colofón de su discurso, que para muchos marcó el inicio de su segundo ascenso a la presidencia en 1993.
En ese “mar de fondo” estaba el pesimismo de un país que desconfiaba de su sistema político y aún más de las medidas económicas pactadas con los amos del neoliberalismo. Dos encuestas, reseñadas en la página 10 de El Diario de Caracas el 11 de enero de 1992, reflejaron esa realidad: 87% de los entrevistados tenía poca o ninguna confianza en Pérez, mientras 56% desaprobaba su gestión.
La imagen de Pérez manifestando sus temores en cinco oportunidades durante toda esa jornada no generó ni “una pancarta venezolana ni una voz simple defendiendo el sistema y sus bondades”, como contó Cabrujas. Esa verdad no pasó desapercibida ni siquiera por el Departamento de Estado norteamericano, que admitió quedar “sorprendido” con el movimiento que comandó la Operación Zamora.
“No ha habido apoyo masivo del pueblo hacia el gobierno (…) Informes de la prensa muestran una oposición a los golpistas, con poco entusiasmo hacia el gobierno de CAP”, refiere un documento declasificado de Washington, reseñado en el libro La Mirada del Imperio sobre el 4-F, de Eva Golinger.
Barbas en remojo
La reacción de los acólitos de Pérez tras el golpe fue más bien tímida. Salvo el llamado de “muerte a los golpistas” que alzó en solitario el parlamentario de Acción Democrática (AD) David Morales Bello o el “ojalá lo cojan a todos” que profirió la primera dama Blanca de Pérez, la dirigencia política cercana al mandatario se mantuvo sin solidaridad estridente ante los hechos.
En contraste, dieciséis Jefes de Estado de la región salieron rápidamente a darle un espaldarazo a Pérez. Según un análisis de Washington, remitido a la Casa Blanca en las horas post-rebelión, esa reacción obedecía al temor de que una situación similar pudiera ocurrir en otros países. La razón era la misma: Latinoamérica vivía la hora del neoliberalismo más voraz.
En medio de las palmaditas que le daban los colegas de la región a Pérez, el gobierno de Cuba recalcaba que si bien la mayoría rechazaba el golpe, el hecho servía “como prueba de que la democracia y la estabilidad política y económica no pueden sobrevivir con carencia de desarrollo y justicia social”.
El Departamento de Estado advertía que “elementos de la situación de Venezuela existen en otros países de la región, por ejemplo, programas de austeridad apretando a las clases media y baja, recursos negados a los militares y forzados a la reestructuración, la corrupción generalizada y un rechazo a las élites políticas gubernamentales”.
Para EEUU, la movilización expedita de muchos dirigentes en la región mostraba “un sentimiento de ‘esto podría pasarme”.
El dolor de cabeza de EEUU
No obstante, la preocupación de Washington por la situación de Venezuela era básicamente porque el país proveía 14% del petróleo que importaban. Uno de los cables desclasificados revela que el plan era buscar “formas de ayudar a CAP y poner freno a la influencia de Caldera”.
A la Casa Blanca le parecía un hecho menor que Pérez contara con menos de 20% de apoyo, debido a la precaria situación económica de la gran mayoría de los venezolanos. Para los norteamericanos, el asunto medular era que debían proteger el gobierno de CAP para que Venezuela se mantuviera con el cinturón de medidas del consenso de Washinton.
En una comunicación secreta, el Departamento de Estado afirma que “a pesar del impacto negativo de corto plazo sobre la clase pobre y la clase media, nosotros creemos que las políticas económicas de CAP son exactamente lo que se necesita para reformar la economía venezolana luego de décadas de mala gestión”.
Pero más allá de esas consideraciones sobre sus intereses, EEUU advertía que en Venezuela “un sorprendente alto nivel de simpatía popular a los rebeldes, al parecer persiste”.
Ante la “amenaza” que representaban el descontento popular y sus agentes catalizadores en la Fuerza Armada, el plan de EEUU en Venezuela apuntaba a enviar oficiales “de manera agresiva para hacer los contactos”, presionar a los militares criollos por diversas vías y ampliar sus programas en el país.
La promesa del nieto de Maisanta
En 1998, Pérez aseguró que había sido un error. No se refería a su gestión, la cual fue interrumpida por el delito de malversación de fondos públicos, sino al hecho de que su ministro de Defensa, Fernando Ochoa Antich, pusiera a Chávez en cadena nacional asumiendo plenamente la responsabilidad del movimiento insurgente.
“(Ochoa Antich) se equivocó porque no impartió la orden expresa de que ni pusieran a Chávez frente a los medios de comunicación social”, dijo en una entrevista a El Nacional.
En medio de ese “error”, transmitido a las 9:30 de la mañana del 4 de febrero, Chávez se puso al frente de la rebelión y pronunció su famoso “por ahora”. El teniente coronel, con su mensaje bolivariano, llamó a sus compañeros a deponer las armas con una promesa en pie: “ya vendrán nuevas situaciones y el país tiene que enrumbarse definitivamente hacia un futuro mejor”.
El liderazgo del nieto de Maisanta como comandante del descontento popular en el país fue subestimado por caudillos de AD como Gonzalo Barrios, quien a finales de ese febrero declaró: “La popularidad del comandante Chávez es pasajera e irá al baúl de los recuerdos como ha pasado en otras oportunidades”.
Pero a diferencia de los cogollos de la moribunda Cuarta República, más de uno intuyó que el chaparrón de la rebelión era apenas un movimiento en ciernes, un chispazo que más tarde se convertiría en llamarada.
Como una premonición, escribiría Cabrujas el 15 de marzo de 1992: “Bienvenido Chávez, convertido en idea. Chávez libre o atado a la opinión, que es lo mismo. Chávez civil, dado que una inmensa estupidez prohíbe a nuestros militares opinar sobre angustias nacionales, Chávez alternativa, Chávez, chavecismo, Chávez papeleta y sellito”. El 6 de diciembre de 1998 se cumpliría, por primera vez, esa profecía.
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