Luis Britto García
Palabras como Escritor Homenajeado de la FILVEN 2012
En uno de mis relatos aparece de manera intermitente un personaje, El Escritor Fascinado por la Palabra Palabra, quien bajo una luz precaria escribe en forma incesante la palabra Palabra. Como toda la novela, o quizá el mundo, él no es más que una palabra.
En el Principio era el Verbo, dice la Escritura. El universo es una frase cuyas letras son unas cuantas partículas subatómicas y cuyas palabras apenas un centenar de elementos.
Según la última moda en Física, una agitación que no obedece a otra ley que el Azar descompone y recompone esa frase en infinitas variantes.
La trabazón de nuestro cuerpo está regida por el ácido desoxirribonucleico, y la mutación de su código de cuatro letras genera todas las variedades posibles de la vida.
La sociedad humana está constituida por la palabra. No hay animal social sin lenguaje.
La abeja dice la dirección y el sabor de las flores con el discurso geométrico de sus danzas.
La hormiga rige con olores los complejos movimientos colectivos de sus sociedades infinitas.
Los perros viven en un mundo olfativo y Olaf Stapledon concibió que para un can inteligente Dios sería un aroma.
El lenguaje, como los seres vivientes, evoluciona gracias a esos errores de copia que los biólogos llaman mutaciones. Las fallas de replicación del código genético de algunos antropoides produjeron a los humanos así como los defectos de copia del latín generaron las lenguas romances.
Según los matemáticos, la tasa de error en las copias tiende a ser un número constante, de modo que gracias a la pertinacia en la Babel de la equivocación seguiremos teniendo la diversidad infinita de especies, de seres, de lenguajes.
Acaso el único lenguaje que pretende escapar del error y de la variación sea el de la matemática, con cuyo alfabeto se escribe el universo, y que sin embargo no escapa a la condena de crecer o corregirse con cada nueva generación, de no resolver la duda sobre su capacidad de expresar el mundo o sobre su posibilidad de entenderse a si mismo con métodos que excluyan la intuición y la contradicción.
Postuló un matemático que un mono que golpeara al azar las teclas de una máquina de escribir terminaría dactilografiando sin un solo error las obras completas de Shakespeare siempre y cuando le fuera otorgada una vida infinita.
Escritores y civilizaciones a lo largo de nuestra continuidad en las generaciones y en el tiempo somos el torpe intento de conceder la eternidad al golpeteo obsesivo en la maquinaria del idioma.
El Ser según los filósofos es la hilación de las palabras, es el lenguaje, la voz interior. Dentro de cada uno de nosotros hay un narrador que de la primera a la última palabra se narra a sí mismo.
La compleja trama de las sociedades y las civilizaciones es el diálogo que entre estos soliloquios se traba.
La palabra constituye la humanidad. Inventar lenguajes es construir sociedades.
Todo lo que conocemos y lo que no llegaremos a conocer es un complejo lenguaje.
La palabra, efímera y volátil como el viento, edifica la eternidad.
Un río de semilla y otro de palabras nos encadena al primer ser humano y desde ya nos vincula con el último.
La escritura, palabra cristalizada, es un proyecto más complejo que une a la totalidad de los hombres no sólo en el espacio sino también en el tiempo. Por obra y gracia del grafismo escuchamos al primer hombre que sobre la piedra trazó un signo, así como quizá nuestros signos serán interpretados por los últimos humanos. En la palabra está latente y quizá inevitable una internacional de los seres conscientes de todos los países y de todos los tiempos, cuyo objeto será fecundarse infinitamente en el polen de la diversidad.
Pero esa utopía, como el Reino de la Libertad, no se dará sin batalla. Así como la sociedad constituye a la palabra, ésta se hace a semejanza de ella. La palabra que crea vínculos puede remachar cadenas.
Sociedades estratificadas generan lenguajes escalonados. En ellas creen los lingüistas distinguir entre un código elaborado mediante el cual mandan las castas o clases dominantes y otro código sencillo o no elaborado gracias al cual los dominados obedecen.
Civilizaciones y países se definen por la frecuencia estadística con la cual dentro de sus sistemas lingüísticos se reiteran ciertas palabras. Un índice de frecuencia de palabras es la cuantificación de los valores de una sociedad.
La asociación entre estas palabras frecuentes es la trama que mantiene al sistema, constituyendo una especie de aura lingüística alrededor de cada una de ellas, de vocablos cómplices que instauran el lugar común y las cadenas de la dominación mediante la redundancia.
Por el contrario, las asociaciones de palabras o ideas que van más allá del perímetro seguro del aura lingüística son leídas por el orden como esquizofrenia, rebelión o poesía.
Si la palabra es el yo, el idioma es la civilización.
En una sociedad estratificada, como la japonesa, hay cien maneras de decir Yo, según el rango, el parentesco, la edad del enunciante.
En muchas gramáticas sexistas se miente que el género femenino está incluido en el masculino, y por eso constituciones y leyes sólo hablan del hombre, el ciudadano, el Presidente, el ministro y el diputado como si los oficios del poder estuvieran reservados al varón.
Así como el más elemental y preciso de los lenguajes matemáticos, el binario, comprende sólo el cero y el uno, la señal y la ausencia de señal, el idioma que es nuestro universo nace de la afirmación y la negación.
Mediante el Sí tendemos las vías, los puentes, los saludos, las comuniones, los abrazos.
Mediante el No erigimos murallas, cárceles, patíbulos, adioses.
El caricaturista Winsor MCay soñó hacia 1910 un mundo en el cual un solo capitalista era propietario de todo un planeta y para hablar sus súbditos tenían que comprarle el aire y las palabras.
El antiutopista George Orwell soñó en 1948 una tiranía sin límites basada en un infinito empobrecimiento del lenguaje.
Utopías y pesadillas tienden a realizarse, y contra los ominosos destinos que anuncian sólo vale una revolución que haga a las palabras tan gratuitas como el aire y tan infinitas como el pensamiento.
Lenguaje y humanidad se revolucionan mutua e ilimitadamente.
Una Feria Internacional del Libro es el domingo del alma, el anuncio de un lenguaje del Sí que haga habitable la inconmensurable fortaleza del lenguaje.
Homenajear a un escritor porque escribe es como homenajear a un corazón porque late. Lo hacen porque viven, pero viven porque alguien amó, ama, amará hasta la consumación de los tiempos.
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"Librito" García acercó la línea del horizonte
Miguel Ángel Pérez Pirela
Columna Cayendo y Corriendo
Es una felicidad para todos nosotros que el homenajeado de la FILVEN 2012 sea mi maestro Luís Britto García, autor de más de 60 obras y, sobre todo, un venezolano que nos ha enseñado con la práctica que hay que escribir pa' ver si algo queda.
Luís repite cada vez que puede que afortunadamente los intelectuales orgánicos, y no aquellos meritocráticos, están de este lado de la acera política, aunque muchas veces sean ignorados.
Luís, aquel muchacho ganador por partida doble de ese Premio Casa de las Américas que hizo comentar a más de un malintencionado: "Luís Britto García es el único venezolano que respetan los cubanos...".
Con sus obras, sus dibujos, con su submarinismo, y el amor por la música y las mujeres, Luís Britto García nos ha enseñado el arte de ser un intelectual "todero", que dicho de manera un poco más fina, o acaso rebuscada, sería un intelectual holístico: un touche-à-tout, como dicen los franceses, un indisciplinado e indisciplinario de la vida que entendió que sólo sobrevivimos quienes no nos encerramos en el academicismo de nuestras ridículas especializaciones.
Luís es un ermitaño pero con vocación social: un solitario acompañado. Alguien que puede vivir encerrado en la libertad de su biblioteca y su escritura, pero que al mismo tiempo puede hablar contigo durante horas de los temas más apasionante, más profundos y, claro está, más banales. Alguien que te puede describir pormenorizadamente los mangas latinoamericanos y japoneses y calcular cuántos kilos aumenta uno por el peso del agua después de una sesión de submarinismo, mientras te detalla mapas oceánicos de piratas renacentistas.
Mi maestro Luís Britto García hizo reír a más no poder al Aula Magna de la UCV en la Cátedra del Humor muchos años hace, pero también nos ha hecho llorar con las memorias de los saqueos y los peligros de invasión imperial en sus obras sobre Nuestra América.
Amigo de sus amigo, Luís se paseó por Sabana Grande con su pana recién exiliado, por aquellos años, Eduardo Galeano y me ha contado cómo presenció en persona el caer desmayadas de las venezolanas delante de los ojos azules y tristes de un Galeano recién expulsado de su país por las dictaduras de derecha.
Alguna vez le dije que yo adoraba Caracas como se ama a una mujer fea, sin terminar de entender el porqué, a lo cual me respondió: quizás cuántas mujeres nos han amado pensando exactamente lo mismo. Mi conclusión es que también Caracas nos debe amar a pesar de ser nosotros tan pero tan desgraciados con ella en ocasiones.
Luís ha tenido la paciencia de escribir los prólogos de mis dos más recientes libros y, debo confesar, que desde entonces no logro leer más allá de esos prólogos que he llegado a pensar son más esenciales que esos libros que tanto escribí y escribí y escribí.
Reivindico pues a ese Britto García en quien su amigo Nazoa reconoció el gran escritor que entraría en la historia y, justo antes de morir, le regaló su vieja máquina de escribir y un cheque en blanco (que todavía conserva) pues, según las palabras de Nazoa, nunca nadie te pagará lo que realmente vales, Luis.
No cabe duda: con esa máquina y ese cheque le entregó el testigo generacional de una escritura, un humor y amor, y un compromiso revolucionario que hasta ahora no ha traicionado Britto García.
Con Luís he asistido a reuniones políticas graves, conferencias aburridas, fiestas silenciosas, presentaciones de obras protocolares, programas televisivos preocupantes, largas y libres conversaciones telefónicas y nunca, pero nunca, dejo de observarlo silencioso, como quien observa a un gato aburrido por el mundo y, a la vez, fascinado por partes divertidas de ese mundo aburrido.
En el prólogo que Luís hace de mi novela Pueblo él escribe: "En algún lugar de la novela se establece que 'hay que acercar esa línea del horizonte porque, carajo, está muy lejos de Pueblo'. Acercar el horizonte, hacer próxima la distancia, es el imposible que toda narrativa se propone".
No tengo dudas, Luís Britto García realizó el milagro que mi personaje Gobernador hizo posible en Pueblo: acercó la línea del horizonte de la literatura venezolana y aquí la tenemos frente a nosotros, al pueblo todo, la podemos ver, tocar, oler, vivir.
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