por Sergio Briceño García
La lealtad siempre ha estado presente en la historia política venezolana como contrapartida al vicio canallesco de sus antónimos. La lealtad es una de las grandes virtudes humanas y más cuando no se espera recibir nada personal a cambio.
El sentimiento de lealtad política loable y positiva nada tiene que ver con la complicidad de los acólitos o con la sumisión de los súbditos a la autoridad del poderoso. Eso es detestable y contrapuesto a la digna rebeldía que aupamos y estimulamos.
La lealtad es un bello gesto humano indisolublemente ligado al amor revolucionario que siente repugnancia por la traición, la inconsecuencia y la delación.
La condición humana de la lealtad tiene la fuerza de la permanencia y la supervivencia en la memoria histórica de los pueblos como un valor ético imborrable y ejemplar. La lealtad es con la patria, con los principios, con los fundamentos filosóficos de la formación política, con los pobres de la tierra, con los que corren todos los riesgos por la utopía posible y las luchas libertarias, y con el líder de la revolución.
La lealtad de los generales Antonio José de Sucre y de Rafael Urdaneta con el Libertador es un ejemplo inconmensurable de la moral extraordinaria de aquellos hombres de nuestra Independencia dotados de sentimientos espirituales superiores. En nuestra historia política contemporánea es inolvidable la lealtad del PCV encabezado por Juan Bautista Fuenmayor y de intelectuales honestos de la clase media como Mario Briceño Iragorry, Alejandro García Maldonado y Rafael Vegas con el Presidente Medina en 1945. También fue leal la pléyade de hombres justos con el Presidente Rómulo Gallegos en 1948.
En los años sucesivos hasta 1998 predominó la moral antipatriota y de la desvergüenza nacional. La clase política que gobernó a Venezuela desde entonces no supo de lealtades sino de traiciones como una herencia política maldita del siglo XIX encarnada en el estilo fúnebre y falaz inaugurado por el Presidente José Antonio Páez y consolidado a principios del siglo XX por Juan Vicente Gómez.
El chavismo indignado y la izquierda no chavista han entrado en una crisis política de profundo contenido ético. Esta situación política es emblemática en el estado Mérida donde al parecer la lealtad con el líder máximo y con la mayoría que lo sigue pasó a un segundo plano. La lealtad con Chávez no es prioritaria para un sector chavista de Mérida ni en otras regiones donde se ha preferido anteponer las discrepancias subalternas ante la imperiosa necesidad de fortalecer la resistencia nacional al fascismo. La mayoría del pueblo venezolano que si sabe de lealtades la siente ahora más que nunca hacia el Presidente Chávez en reconocimiento a sus políticas de solidaridad social, por eso reclama lealtad y más lealtad el 16D.
Este fervor popular crece y se exacerba cuando su líder, el comandante Chávez, es víctima del ataque traicionero por las células malignas de su enfermedad y por las de la deslealtad política. Es una lucha sin cuartel de un hombre con la guardia en alto para el combate en una batalla decisiva por la vida y por la patria.
Esta revolución podrá tener todos los defectos, deficiencias y debilidades del mundo pero es la revolución democrática, popular y antimperialista que derrotó políticamente al Pacto de Punto Fijo anticomunista. No será la revolución que nos imaginamos o que nos enseñaron los creadores de las corrientes de pensamiento revolucionario universal, pero ésta es una revolución inédita duélale a quien le duela. Aliarse, en cualquier circunstancia electoral o desestabilizadora con la derecha contra revolucionaria para abrirle las puertas al fascismo es la mayor estupidez metida en la cabeza de quienes perdieron la brújula de las lealtades.
Sergio Briceño García
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